lunes, diciembre 12, 2005

Festival Nacional de la Canción Infantil Alí Primera

La verdad me siento como un loco que anda por algunos rincones de Caracas pregonándole a los amigos (que me ven con el mismo compadecimiento con el que se ve al loco) sobre la necesidad de que Farruco, entre los quincenales festivales variopintos que monta, coño, que fabrique uno que haga honores a ese ciudadano llamado Alí Primera.

Hace pocos meses lo dijo el vicepresidente José Vicente Rangel: "Alí Primera define la calidad del proceso revolucionario".

Es verdad.


Pero si tan verdad es, también es verdad que Alí Primera (por lo que yo alcanzo a teorizar) es una acentuada referencia musical y política para la generación de los 80, y digamos que también gasta los 90. ¿Pero qué con los niños de la presente generación y las venideras?

¿Quién les inocula el germen de las canciones de Alí? ¿Debe hacerlo la Revolución Bolivariana? Para que la voz de Alí Primera trascienda en lo infinito del tiempo habrá que esperanzarse de que el niño tenga unos padres revolucionarios.

Por eso la Revolución Bolivariana tiene el deber sagrado de resguardar por siempre a Alí Primera. Y a mí se me ocurre que ya va siendo hora que se haga en las escuelas. No en vano, de cada tres palabras de las canciones de Alí una era "Pueblo" y la otra "Revolución". La otra se la reparten entre Simón Bolívar y una metafórica (a veces no tanto) mentada de madre.


Farruco tiene la palabra, Aristóbulo seguro las acciones.

viernes, diciembre 09, 2005

Elogio de la tristeza

Busco y busco y no logro determinar a qué autor es que supongo yo pertenece la frase que he puesto de titular hoy. Pero si fuera que no pertenece a nadie, y que seguramente ha estado rondando en mi mente mucho tiempo sin que hasta ahora hubiera podido exorcizarla, pues bien, me celebro la ocurrencia.


Evoco el tema de la tristeza porque no hay mejor pincel para autoretratarme en estos momentos. Atravieso, como diría un narrador tropical, fuertes tempestades y, prácticamente, estoy dejando el timón a su antojo.

Desde luego, hace ya mucho tiempo que dejé atrás los pruritos que en un tiempo significaban el reconocerse una persona triste. "Ese muchacho sí es triste", alcanzaba a decir algún vecino malicioso, y acto reflejo trataba uno de colocarse una sonrisa de comercial de pasta dental para quitarse el bendito estigma de encima.

De hecho, pasado el tiempo y habiéndome hecho yo firme en la asunción de la tristeza como forma de vida, creo que logré cambiar algunas visiones de vida. Por ejemplo, el de una novia errática (valga el pleonasmo) a la que una noche aplasté como una cucaracha cuando me preguntó que por qué estaba triste.

Porque me gustaba, le dije, y vayan ustedes a suponer el desconcierto de la nena. Entonces saqué mis discursito según el cual la tristeza es el mejor de los estados de ánimos porque te mantiene sublimado y raptado. Que la tristeza, sin ir muy lejos, era una muy genuina manera de estar contentísimo. Al coño las convenciones.

Aquella mujer se desorbitó quietamente. Pero me compró la idea y cuando al cabo de muchísimo tiempo logro verla (cada vez más difícil, porque instaló nido de amor en México), me dice: "Gracias por la tristeza". Estoy triunfando, me digo cuando en ello pienso, porque mira que inocularle tristeza a una mujer es una misión extremo difícil (la mujer suele resolverlo todo con un gesto alegre).

Y qué decir de la cerrada influencia de Sabina en cuantiosas vidas. Sabina es una tristeza completica que camina sobre dos paticas. Tiene una frase elocuentemente criminal: "Perdonen la tristeza".

viernes, diciembre 02, 2005

Lisboa y Oporto

Ahora que en estos últimos días he vuelto a ponerme obcecadamente reflexivo en torno a mi vida (más de un año sin entrar en esos pantanos horrorosos), la nostalgía ha empezado a matarme lentamente como un cáncer, lo que me ha llevado a tomar el ciego atajo de desempolvar lecturas pendientes (lo que a veces amplifica la nostalgia, pero no importa).

Así topé en la habilitada biblioteca de mi casucha con una novela que tenía pendiente hace años, cuando le oí decir a un profesor de la UCV (del que pasados los años ya no me fío tanto) que la novela "El viaje", de Sergio Pitol, sin duda que calificaba entre las obras señeras del paraje latinoamericano. La busqué y hete que al día siguiente la prensa revienta que Pitol ganó el Cervantes. Qué poder de invocación.

Ahí la tengo, a tiro, a mano, para cuando una noche de estas la nostalgía me mantenga vivo el sueño, asirla en penumbras y tomarla. Mientras ese capítulo sucede, evoco constantemente a "El viaje vertical" de Vila-Matas, una pieza verdaderamente deslumbrante.

Si a mí me pusieran boca a abajo y me dijeran que no me soltarán hasta que diga qué novela pondría yo sobre la mesa como obra maestra, con el perdón de mi ignorancia colocaría "El viaje vertical" (exceptúo para cualquier caso "Cien años de soledad").

Entre otros detalles porque me resulta un monumento a la nostalgia y a la originalidad. Leer ese viaje es aprender a amar a Lisboa, a Oporto. Vila-Matas sugestiona un amor sublime y lacerante hacia esas ciudades.