lunes, abril 23, 2007

La tragedia de San Fernando de Atabapo

En 1998, quizás en 1999 (no preciso el año, pudo tal vez ser en 2001 ó 2002), ocurrió una tragedia área en San Fernando de Atabapo, región del estado Amazonas habitada esencialmente por indígenas venezolanos.

Un avión que movilizaba a lugareños de San Fernando de Atabapo hasta la capital Puerto Ayacucho, se precipitó contra un tepuy. Las primeras versiones de las autoridades de Aeronáutica Civil, como es norma, se limitaban a reportar la desaparición de la aeronave y a acuñar que se había emprendido la búsqueda.

Por entonces, yo era un desorientado reportero de sucesos, y como quiera que la Fuerza Armada ofreciera trasladar a los periodistas desde Caracas para darle cobertura a la búsqueda afanosa que se hacía de la avioneta, junto al fotógrafo con el que por entonces hacía yunta, me enrumbé hacia San Fernando de Atabapo.

Aterrizamos en un auténtico peladero de chivo y nos adentramos en el pueblito indígena, donde la percepción de la muerte no es la misma que se tiene en otras civilizaciones. Había mucha normalidad en la zona, como que si estuvieran seguros de que los pasajeros aparecerían vivos en cualquier momento. Al final de la tarde debíamos decidir si regresar en el mismo avión o quedarnos y meternos a exploradores en aquella infinita selva amazonense en la que se estaba buscando a la avioneta y a los pasajeros.

Cobardes ante toda incertidumbre, como buenos periodistas, decidimos regresar esa misma tarde a Caracas. Traíamos testimonios y contactos de casi todos los familiares y amigos de los pasajeros desaparecidos.

A los tres o cuatro días, las autoridades informaron sobre la localización de los restos de la avioneta y de los pasajeros. Una adolescente de 12 ó 13 años fue la única sobreviviente. Pensando con la mezquinad que caracteriza al reportero policial, se nos hinchó el hígado de la rabia por la falta de voluntad al regresarnos el mismo día aquel de San Fernando de Atabapo, en lugar de quedarnos y darle cobertura exclusiva a la versión de la niña sobreviviente.

Por teléfono, un familiar de la adolescente me informó que inicialmente se había salvado un niño de algunos 10 años, pero murió a los dos días, pues la niña debió forzar el desplazamiento del lugar del accidente porque el niño le tenía pánico a los cadáveres y en las noches le entraban ataques de histerias porque, presumiblemente y según se infería de la narración de la adolescente, era acosado por los fantasmas. El haberse movilizado, por decisión de la joven, le costó la vida, porque no aguantó la fatiga y la falta de alimentación y murió. Dos días de después de ubicar la avioneta hecha trizas, los helicópteros de búsqueda detectaron sobre una gran roca pulida a la jovencita que se había distanciado más de 50 kilómetros del sitio.

No recuerdo las razones, pero una vez que la localizaron, la niña fue trasladada al hospital Pérez Carreño, en Caracas. Estaba deshidratada y con lesiones en los brazos y piernas, producto del ataque de insectos carnívoros.

Mi por entonces jefa quería que yo le sacara el hueso a la muchachita, y me ladillaba decididamente para que instalara una carpa en el Pérez Carreño y reportara todo de la jovencita. Me trasladé, pero me dediqué a merodear por las instalaciones del hospital sin pretender de verdad morbosear con el caso. Y así llegaba a la redacción, con las fábulas colosales de cómo los vigilantes se habían dedicado como perros sabuesos a impedir mi acercamiento al hospital.

Hasta que un día El Universal amaneció con rolo e primicia de una entrevista que una periodista anciana le había hecho a la muchachita. Era verdad que estaba restringido todo acceso a la sobreviviente, pero la sexagenaria le mojó la mano a una enfermera y así logró cinco minutos de conversación insustancial. En verdad la nota era escueta, no aportaba nada. Pero constituyó un tubazo.

Un familiar de la adolescente me había dejado saber días antes que ella, al saber que se aproximaba la desgracia de la avioneta, se aferró a la Biblia que llevaba consigo. Una vez estrellada la avioneta, lo único que ella no soltó sino que por el contrario a la aferró a su pecho fue la Biblia. Al ser rescatada, lo único que llevaba consigo era la Biblia. Yo, novato hasta los huesos, no había detectado en ello el diamante que sin duda era.

Como el primer día me resultó imposible colarme hasta la habitación de la paciente, porque ese día había sido sometida a una pequeña cirugía reconstructiva en una mano, regresé a la redacción sin saber qué excusas poner sobre la mesa de mi jefa. Con una desesperación contenida, expuse que la mamá de la niña me había relatado lo de la Biblia. Los ojos de mi jefa adquirieron el mismo brillo de un diamante trabajado. En el periódico todos comimos bien durante al menos tres días con aquella anécdota celestial.

Pero el hambre es imperecedera y al cuarto día regresé a la habitación acompañado del fotógrafo con el que había viajado a San Fernando de Atabapo.

Desde el pasillo detecté la habitación donde se alojaba la paciente, pero como yo no era tan audaz me paralizaba y no intentaba acercarme hasta la jovencita, diferente al fotógrafo, que entró como si nada y le hizo cuanta foto quiso y la puso a posar. Ello me comprometía, porque no podía regresar a la redacción con fotos pero sin testimonios.

Dale, está ahí papita, me hostiga el fotógrafo. Yo ponía cara de tranquilidad y le decía que sí, que yo sabía, que entraría cuando quisiera, pero que estaba en el pasillo esperando a un familiar que me había pedido que lo esperara porque me tenía que contar algo. Yo veía entrar enfermeras y médicos a la habitación y me entraba un frío al hígado. Me hacía la figuración visual del médico sosteniéndome por el cuello de la camisa y echándome de una patada en el culo. Yo era un reportero policial excepcional que cuidaba el pundonor.

Por teléfono, un tío de la muchacha me había dicho que su sobrina cumplía año al día siguiente. Naturalmente que yo en ello no detectaba ningún filón. Paralizado como estaba en el pasillo del hospital, me llamó mi jefa contentísima porque el fotógrafo la había llamado para decirle que tenía unas fotos arrechísimas, y que confiaba en que yo llevaría una crónica del coño.

O entraba o me botaban. Le hice señas al fotógrafo para que se me acercara y le pregunté que si me podía escoltar mientras yo entrevistaba a Noris (¡carajo, hasta que me acuerdo del nombre de la chiquilla!). Pasó conmigo a la habitación y no sudaba como yo. La mamá, cómplice en solidaridad por el viaje a San Fernando de Atabapo y la cobertura continua del caso, me dijo que no tardara más de cinco minutos, que era el tiempo que ella tenía calculado para el regreso del médico. Alelado ante la adolescente que me miraba entre extrañada y sonriente, sólo pude prender mi pequeño grabador y recordarle que mañana cumplía año. “¿Qué te gustaría que te regalaran?”, pregunté yo, esperando una frase que sin haberla siquiera oído, ya me la imaginaba en la posición estelar de la portada del periódico.

Como ella interpretó que yo era amigo de su mamá y de su familia antes que reportero, activó el pensamiento y en unos quince segundos soltó una ocurrencia que nos dejó a mí y al fotógrafo en trance de carraspear.
-¡Yo quiero que USTEDES me regalen una computadora para hacer mis tareas y escribir mis cuentos!

La mamá, tías y tíos y parientes enfocaron hacia mi rostro y el del fotógrafo en un primer plano cerradísimo. No estaban dispuestos a transigir, estaban esperando una respuesta de nosotros, pero no una respuesta cualquiera, estaban esperando que sacáramos la chequera o al menos que dijéramos espérame aquí un momentico mientras la voy a comprar.

-¿Una computadora, Noris?-, acoté yo, como dándole pista para que continuara con su testimonial.

Incólume, como si hubiera estado entrenando junto a su familia para afrontar el momento, dijo llenando de emoción su monosílabo: “Sí”. Todas las miradas sobre nosotros esperando una solución.

“Yo te la voy a conseguir”, se me salió sola la promesa. Y el júbilo desatado en la habitación no hay manera de describirlo. Sólo entonces siguió Noris relatando su odisea y de su creencia en Dios y la Biblia. Tenía buen material para una semana, pero una carga sobre las espaldas que no sabía cómo iba a resolver, porque sobra decir que los periodistas son los profesionales peor pagados de Venezuela y ni al cine tienen para llevar a sus jevas.

Llamé a mi jefa y luego de agotarle todo el relato del buen material que había logrado conseguir, le dije que si el periódico no podía hacer algo para ayudar a Noris a conseguir… “Tú sí eres marico”, me reclamó mi buena jefa.

Me despedí apesadumbrado de Noris y los suyos. Escribí páginas enteras durante dos días y me estaba haciendo el loco con la promesa. Pero el tío de Noris me llamó y me la puso y ella me preguntó por su bendita computadora. La saludé amigablemente y le dije que el día siguiente iría con buenas noticias.

Me planté ante mi jefa y le dije que ya no podía más con esa carga de conciencia. Ella, pragmática como la más grande hija de puta del periodismo nacional, puso cara de fastidiada y dijo que le pidiera a la mamá de la niña un número de cuenta bancario para que los lectores del periódico hicieran un gesto de buena voluntad y me sacaran a mí del apuro.

Ese día llegué al hospital con una sonrisa de largo a largo. Fui franco diciéndoles que yo no tenía ni dónde caerme muerto, pero que había convencido a los dueños del periódico para hacer una colecta pública que diera para comprar la computadora de Noris.

Ninguna algarabía, caras desconcertadas era lo había tras mi noticia. Los indígenas no se relacionan con la banca comercial y por eso no entendían las bondades del plan. Les expliqué detalladamente y me hicieron entender que sí, que entendían mi buena voluntad, pero que igual ellos no habían entrado a un banco nunca.

Les propuse que autorizaran colocar el número de cuenta del fotógrafo, y que escribiría que era tío de Noris. Hecho.

En las siguientes tres crónicas me esmero para estremecer a los lectores de principio a fin, y al final apelaba al buen corazón de ellos invitándolos a colaborar con el sueño de Noris depositando lo que el corazón les dictara en la cuenta corriente tal y tal.

Se necesitaba un millón de bolívares, pero en una semana en la cuenta del fotógrafo habían depositado diez millones de bolívares. Acordé asociarme con el fotógrafo en la división de esos ingresos y así hicimos: compramos la computadora de Noris y muchos libros y ropa para ella. Un mes después de su llegada a Caracas, la estábamos despidiendo en el aeropuerto de Maiquetía junto a todos sus familiares. Ya por entonces los ingresos superaran los 30 millones. El fotógrafo alquiló un apartamento y yo también. El fotógrafo compró un carro de agencia y yo también. El fotógrafo comenzó a darse vida y yo a imitarlo.

Dos años después la cuenta del fotógrafo seguía recibiendo ingresos. Se mudó a España a hacer los mejores cursos de fotografía. Le había perdido la pista, pero la semana pasada me escribió un email diciéndome que acaba de chequear por internet su número de cuenta que daba por cancelado por falta de movilidad. Tiene muchos depósitos que alcanzan los 10 millones de bolívares.

Pedí mi parte. Aceptó dármela. Acordamos que yo llamara a la familia de Noris para mandarle una laptop con señal satelital a San Fernando de Atabapo.

lunes, abril 16, 2007

Al diablo las mujeres

¿Por qué tiene que celebrarse un Día Internacional de la Mujer y no del perro Dálmata, por ejemplo?

¿Quién ha inventado esta novedosa feminidad que debe ser recordada cual bandera o fecha patria al menos una vez al año? O dicho de manera más precisa ¿qué es lo que se rememora? ¿qué tienen de particular las mujeres, a la hora de festejar algo, como no sea la muy específica y adecuada conformación de su aparato reproductivo, alguna anchura pectoral más o menos característica y cierta manera convexa de sentir el mundo, según se desprende de lo que han elaborado, escrito, compuesto, pintado y esculpido a lo largo de la historia?

Muy otra cosa sería si los autores de semejante retórica nos convocasen a celebrar con la dignidad del caso el Día Internacional de la Mujer mal pagada, el Día Internacional de la Mujer torturada o subestimada o envilecida o pateada como tantas en el mundo, vale decir, algo que acompañe y convierta en reclamo o en justa causa una simple definición sexual que por sí sola no significa nada ni en ella ni en el macho de la especie ni el transido a mitad de camino ni en los camellos. De otra manera estaríamos destinando nada menos que un día de los indispensables trescientos sesenta y cinco a recordar lo que no es más que corrientísimo estado biológico tan frecuente como el agua, algo así como el día internacional de las tetas o el cumpleaños de las trompas de Falopio, siempre allí, gracias al cielo.

Si alguna reyerta me anima con ese engendro cultural denominado feminismo, casi tan ridículo como el machismo, es esta continua y humillante recordadera de la mujer convertida en entidad digna de asombro por causas tan insensatas como ejercer el deporte, la literatura, el deporte, la política o la gerencia administrativa. ¡Ellas también lo hacen! parece ser la consigna milagrosa Es como si Virginia Wolf o la señora Yourcennar merecieran una loa no tanto por el formidable genio que revelan en sus libros, sino porque además de talentosísimas, carecen de barba y piripicho. Es al mismo tiempo, el asombro del sapiens ante el homo capaz de redactar una línea de honrada escritura: no tanto lo que escrito que puede ser cualquier basura, sino la particular escala zoológica desde donde esa basura es concebida. Así cuando una mujer salta o corre o patea en cualquier cancha, se escucha infalible la voz del comentarista deportivo que nos recuerda casi de inmediato la condición milagrosa de tales hazañas ya no medidas en términos de cronómetro o marca sino desde la perspectiva de un útero mental capaz de hacerlas especiales o insólitas. ¡Miren a Gail Devers, como corre los cien metros en 10 segundos y 82 décimas, a pesar de que nada le cuelga entre las piernas! ¡Allí está Maritza Marten que acaba de lanzar el disco, nada menos que a 70 metros y 6 centímetros, tetas aparte! ¡Observen la fuerza y increíble fiereza de Almudena Muñoz cuando ha ganado en este preciso instante la medalla de oro en Judo Olímpico, con todo y que cada veintiocho días renueva sus óvulos la pobrecilla! Y sin embargo valdría la pena decir que quien esto escribe ha recibido sin la menor excusa olímpica, algunos puñetazos en su vida antes de que le digan maestro, pero ninguno como lo que me atizó una rubicunda dama por cierto inconveniente melancólico que deseo olvidar, no vaya a repetirse.

La sociedad en su afán clasificador ha reservado espacios específicamente femeninos que tienen que ver generalmente con lo caritativo maternal y con lo difusivo artístico. Son las instancias que aburrieron hasta el hartazgo a la emblemática Lady D, mientras estuvo ejerciendo funciones de esposa a cincuenta yardas de la corona: niños hindúes, botulismos africanos, cheques dadivosos y cuartetos de cuerda, pero son al mismo tiempo, conductas casi rituales que suelen identificar a decenas de miles de mujeres cuando participan en tareas ejercidas por los machos dispuestos a reconocer algunos derechos democráticos, como quien dice ¡que vengan también las chicas!

¿Se ha visto algo más desgarrador y fuera de toda noción de estima personal que esas “comisiones femeninas” tan frecuentes en nuestros partidos? ¿Comisiones Femeninas de qué?, me he preguntado siempre. ¿Por qué insólita razón tienen que reunirse unas mujeres y no unas mujeres y unos hombres a comisionar algo capaz de afectar la vida de un partido político donde ambos sexos deberían ejercer las mismas funciones? ¿Qué es lo que debe ser comisionado de manera tan aberrante y contranatural que admite machos bigotudos en las cercanías?

El mito de la inferioridad femenina es el único fundamento que mueve a estos tenaces organizadores del Día Internacional de la Mujer, que es como si dijéramos del enano albino. Son formas de expresar siniestra e hipócritamente todo un catálogo de impedimentos destinados a provocar nada menos que una simple conmiseración genética, como si lo femenino fuese en sí mismo desgracia atávica o hecatombe familiar. En realidad estamos celebrando el Día Internacional del Impedido Hembra, pero no por razones de un brazo que falta o una pierna menos, dignas tal vez de encomio, sino por la simple y rutinaria organización de unos cromosomas que parecen afectar el mismísimo fundamento de la especie humana, según brote un pipí o se extienda una totona.

Así entonces, aparecen los Festivales de Mujeres Cineastas, ¡al diablo con ellos y toquemos madera!, o los Congresos de Mujeres Arquitectos, la Sociedad de Colchones Catastróficos o la fracción femenina de o la Asociación de Damas Católicas, formas grupales que obedecen a dos calamidades, lo primero a lo reporteril per se como agua para el chocolate, vale decir, la mujer hacendosa de la cual se esperan pasteles, mayonesa y precisiones culinarias propias de su sexo siempre y cuando se trate de rutinas y la segunda, a lo espectacular femenino, como esas señoras que hacen películas y se vuelven a la cámara diciéndonos: ¡Mira! ¡Sin manos! ¡Sin pies! ¡Con un ojo menos! ¡Cabeza abajo! ¡Y a pesar de que soy mujer!
Conservo en la memoria un telegrama nada menos que de Lina Wertmuller, deliciosamente comentado por Margot Benacerraf, en ocasión de un Festival de mujeres cineastas a celebrarse en Caracas durante la década de los sesenta y mediante el cual esta laureadísima creadora rechazaba su inclusión en acontecimiento de tan mal agüero. ¿Por qué un Festival de Mujeres Cineastas? Stop. ¿Por qué no celebrar primero un Festival de gorilas cineastas? Stop.

Muy otra cosa es que determinadas mujeres se asocien a la hora de resolver específicos problemas culturales capaces de lesionar, ya no la dignidad de la mujer parcelada, sino la dignidad humana integral, como por ejemplo los infelices pañuelitos islámicos, la escala de remuneración laborales o el uso de pantalones en ciertas comunidades sicilianas donde los machazos suelen dedicarse a pellizcar culos redondos.

Muy distinto, también, a esta reminiscencia de lo femenino notable es el serísimo planteamiento de una honorable teóloga alemana, denunciando el perverso machismo de la iglesia católica que impide a una mujer ser obispo, cura o cardenal o papa como si nada hubiese ocurrido desde los albores de Occidente, allá cuando San Buenaventura confundía pezones con serpientes por razones que vaya usted a saber. Semejante disparate se apoya según nuestra dama, en una especie de pánico menstrual, absolutamente pre-tampax, que ha afectado al Vaticano y la teología desde Tarso hasta el cura párroco de Urachiche, como si esta singular función orgánica fuese obra de maliciosos diablos, porque no otra razón puede derivarse de injusticia tan clamorosa. Tengo para mí y más de una vez lo he expresado que la doctora Alicia Álamo Bartolomé, mujer de mi más alta consideración, habría podido ser un excelente obispo de esos que por méritos van directo al cardenalato y cuidado si al papado, de no existir esta tiniebla que en la iglesia católica confunde lo femenino con lo asistencial monjil. Pero en todo caso, encuentro aquí, como en las ya mencionadas reivindicaciones del salario femenino o en el pago obligatorio de esa ignominia que se llama el ama de casa, esclava sin Monagas que se vislumbre, o esa monstruosa fórmula de nuestros tribunales que identifican el trabajo de la mujer sierva con el eufemismo de “oficios propios de su sexo”, el motivo de una lucha apremiante e indispensable, no contra los hombres, sino en contra de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, machos y hembra, en contra del gobierno fálico o vaginal, en contra de los sindicatos establecidos, Armendáriz o Dolores del Río. Para ello no hace ninguna falta conmemorar el cursilísimo Día Internacional de la Mujer Primate, sino actualizar de manera casi elemental el pensamiento, desde el 1 de Enero hasta el 31 de Diciembre. De no ser así, incurríamos en una coquetería fatua o en la apoteosis fogóos leídos, como si no se hubiese inventado el cortagrasa Brisol.

Para mí y si son esos los derechos que hay que reivindicar, estoy dispuesto a comer en bandejitas de aluminio.

*José Ignacio Cabrujas
El Nacional, 12 de marzo de 1994