miércoles, febrero 25, 2009

Pongamos que hablo de Madrid

Invitado y mejor atendido por mi amigo Joaquín Sabina, heme aquí en su piso de Madrid. Antes de esculpir estas líneas, sorbo una copa de vinotinto mientras por el balcón observo y psicoanalizo a esta ciudad al mismo tiempo sagrada y obscena.

El flaco tiene disco en ciernes y anda gilipolla porque piensa que una de las canciones tiene un entrelíneas del que puede extraerse el pronunciamiento fino y definitivo que siempre ha querido hacer pero que no hallaba cómo sobre los aconteceres contemporáneos de la América Latina.

Anda cachondo con el logro, pero en última instancia, me ha hecho cruzar el atlántico para que se lo aquilate. Carajo.

Le hago mis consideraciones, resumidas en decirle que los sabinistas latinoamericanos van a captar el mensaje al voleo. Sabina –el flaco usa el apellido materno para homenajear a su madre Matilde, a la que instintivamente ha marginado siempre en sus andanzas y en sus memorias– se declara agraviado y me pide que le cite una, coño una sola, de sus canciones en la que la idea sea expedita.

Buena pregunta, porque el arte del poeta ha consistido precisamente en componer y cantar garabatos y con ellos ganarse una descomunal pero silenciosa fanaticada. En fin, para qué amargarnos la vida, vamos tío, venga ese palo de añejo para atemperar este frío que a la fecha azota a la bella Madrid.

Madrid es una ciudad con espíritu latinoamericano pero sin actitud latinoamericana. Lo tiene todo pero le falta le pulsión latinoamericanista.

Yo la conocí a mediados de 1997, igualmente impulsado por el estímulo volcánico de Sabina, a quien en diciembre de 1996 había conocido providencialmente en una taguara de Sabana Grande llamada O Gran Sol, por entonces antro de quienes buscaban dónde bailar salsa en Caracas.

Sabina había dado sendos conciertos en el Teresa Carreño y para cuando entonces su organismo se mantenía intacto de los auto atentados de la droga. Era un auténtico animal nocturno necesitado de vagar al amparo de la noche para cosechar versos urbanos enrevesados. Tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento de la inhalación que le paralizó verticalmente medio cuerpo, se dejó de retóricas y anunció públicamente su nueva militancia en la doctrina de su amigo el Gabo, quien había dicho que no necesitaba consumarse en bares y entre putas para encontrar historias, que para eso estaba la imaginación. Y se quedó las madrugadas en casa.

A golpe de una de la madrugada estaba en la barra con los hombros derrumbados, sin ser reconocido por nadie. Lógico, estaba fuera de ambiente, con todo y que el género salsa es una de sus grandes pasiones, pasión que sería medianamente mitigada años después en la canción Con un par, una joya de un género que él mismo denominó intento de salsa.

No habían transcurridos muchos años desde que Pedro Heredia Fuguett me había dicho que todas las canciones de Sabina eran autobiográficas, y que por tanto uno de los protagonistas de Pacto entre caballeros era el mismísimo Sabina. Al reconocerlo, le toqué el hombro y sin dejarme preguntar me abrió una silleta para que me sentara a conversar con él. Hizo un gesto de fastidio cuando se le consulté si era verídica la historia de Pacto entre caballeros. Me dijo que sí, y que también era auténtica La del pirata cojo.

Yo andaba con Edgardo Lanz (con quien he militado todos estos años en la escuela de pelabolismo), quien ahora desarrolla brillante carrera como profesor del Sistema de Orquestas; con Javier Blanco, quien de tanto fracasar en su intento por estudiar periodismo en la UCV después se inscribió en letras de la UCAB y más nunca volví a saber de él; y con Érika Portocarrera, un hembrón que acababa de empezar biología en la UCV procedente de Puerto Cabello, donde aprendió a bailar salsa de una manera tan sensual que en esas noches de turbulencia, más de una incitación a la violación provocó. Yo me llevé la mesa de nosotros al Sabina, cuyos ojos se pusieron brillosos al topar con el monumento de mujer.

Sabina comenzaba la noche y todavía no despegaba en su locuacidad. Reía y reía consecuencia de los porros que consumió antes de salir del hotel. Sacando ventaja de que Edgardo, Javier y yo no bailamos ni la pepa de los ojos, un zamuro sacó a bailar a Érika con uno de esos temas cabilla, pero cabilla tripa e pollo, pues si bien suenan las trompetas, la pieza se baila en un cuadrito. Es más que todo una insinuación prolongada. Se trata de puro contoneo.

Termina la pieza y el poeta quiso agarrar mango bajito y tomó a Érika y la llevó al centro de la pista, y entonces es emboscado por la banda La Sigilosa que se monta sobre los cueros para hacer sonar una mierda ya no acompasada, sino de movimientos acrobáticos, una cabilla del tamaño de una catedral. Sabina parecía un espantapájaros con sombrero incluido, sin poder asirme a aquel cuerpazo que se desplazaba como un trompo. Risa y risa. Cuando volvió a la mesa ya estaba totalmente desinhibido pretendiendo que Érika se rindiera ante su encanto y sus ocurrencias.

A las cuatro de la mañana Érika se ladilló del babeo y se fue en un taxi aprovechando una visita de Sabina al baño.

El flaco quedó deshecho de tan birriondo que lo había dejado el cuerpecito de Érika. “No se preocupe, hermanazo, esa mujer vive donde nosotros”. Revivió. Y empezó con llévame, llévale, llévame.

Tuve que confesarle que Edgardo, Javier, Érika y este servidor vivíamos amorochados en una residencia estudiantil en la calle Minerva de Las Acacias (detrás de la UCV por la entrada de la escuela de educación). Y que había divisiones para mujeres y hombres… y que en la noche cerraban la puerta a las doce y la abrían a las seis y que por eso los panas la mentaban el monasterio (¡Ay, papá, ya se van los cenicientos!).

A nada de esto sucumbió el flaco. A golpe de cinco de mañana estábamos en un taxi a la búsqueda de Érika. Ayudándonos entre todos trepamos un paredón e ingresamos hacia el fondo de una terraza del monasterio desde la cual se veía el sector femenino. Sabina trató de tararear una letra a favor de Érika. Y así estuvo una media hora, hasta las muchachas empezaron a levantarse y a gritarle: coño, viejo borracho, deja de gritar que Érika no está. No estaba, no había cogido hacia su casa la muy vagabunda.

Entonces a Sabina le entró un sueño irremediable y pidió una cama. No había cama. En el cuartucho que compartíamos Edgardo yo había un desvenjencido jergón sobre el que se derribó hasta las 2 de la tarde, cuando volvió a la vida. Mientras él estuvo durmiendo a pierna suelta toda la mañana, a eso de las diez me desperté y me puse a leer una novela de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada).

Se levantó, se echó un poco de agua en la cara y me dijo que lo acompañara al hotel. Llegamos y los integrantes de su equipo estaban como bestias heridas sin poder exteriorizar la angustia por la desaparición del flaco.

En ese hotel me quedé dos noches en las que no hice sino conversar y tomar caña con el flaco, quien sólo me dejaba salir para que regresara con Érika. La coña sólo se apareció cuando el poeta estaba casi al salir para el aeropuerto. Se presentó apenada porque al rompe no había sabido reconocer al cantante, a quien acompañó en la bajada a La Guaira.

Algunos meses después Érika y yo estábamos rumbo a Madrid a casa de Sabina. Creo que nunca prosperó nada, porque cuando Érika pisó tierras españolas, llevaba un muchacho de tres meses en la barriga, aunque no lo sabía. Lo supo por la descompensación que le produjo el vuelo. Y se lo dijo a Sabina apenas al verlo: “Estoy preñada”, le grito más contenta que el coño.

Pasamos una semana jodiendo y de pea en pea y Érika haciendo acompañamiento adicional con las rayas. Tiempo suficiente, en todo caso, para que la semilla de la amistad quedara sembrada por siempre. Por ella estoy hoy en Madrid.

También lo estoy, es lo de menos, porque el Joaquín anda atribulado debido a que el lunes pasado arribó a sus 60 años (cumplió 40 y 20, como suele decir). A mi solo recordatorio de que ya es un sexagenario, el juglar se retuerza del espanto que esta palabra le produce. Le genera un escalofrío el cual supera y dice: me siento como si hubiera alcanzado la mayoría de edad, y se caga de la risa. En buena hora.
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EXTRAS
Sambil La Candelaria. ¿En qué habrá parado el atajaperros que formó el presidente Chávez con el Sambil de La Candelaria? Cualquiera que pase en estos días frente al monstruo se percatará de que sigue erigiéndose y ya en su etapa culminante como si nada hubiera pasado bajo el sol. Al parecer, la comunidad aledaña, activada por el resorte del odio a Chávez, se desdijo insólitamente y recogió más de 10 mil firmas en apoyo a que la mole de cemento siga allí. El gobierno debería realizar un acto anunciando que en atención al clamor comunitario, dejará que se concluya. Porque si no, mañana cuando los alrededores se conviertan en un estacionamiento gigante, esos mismos vecinos saldrán en Globovisión diciendo que es culpa de Chávez.

Mi amiga Meche. Mi amiga Meche me llama emocionada para proponerme que formemos un comité de dos pro Festival Nacional Infantil de la canción Alí Primera. Y es que Meche es una genuina amante del cantor del pueblo, a quien incluso le ha dedicado esfuerzos académicos. Bueno, alega Meche, no viene mal que los hijos de Alí por fin se hayan hecho chavistas.

¿Cineastas positivos? Un agente del Ministerio de la Cultura me hace llegar el reporte de la verdadera causa de la renuncia de Juan Carlos Lossada al viceministerio de Identidad y Diversidad Cultural: el ministro Héctor Soto le pidió que organizara y comandara un acto de los cineastas por el sí en un sector popular (terminó siendo en Petare), y Lossada no tuvo hígado para tanto y se fue, o hizo que se fue, porque tuvo la habilidad final de que fuera nombrada presidenta del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (otro cargo que ocupaba Lossada) una mujer a la que tutela hasta en la respiración. Lossada es un antichavista que jugó a mantenerse abstraído de responsabilidades políticas, por eso el emplazamiento de Soto resultó una carga muy pesada.

Joroposón. Ángel Ortega Gómez, alias Ángelo, y legendario cantautor del son cubano, tiene un año batiendo tierra en Venezuela tratando de darle forma a un experimento musical en el que lo acompañan folcloristas de San Juan de Los Morros: Joroposón, un cruzao de son con joropo, que aporta esencialmente el sonido del arpa mezclado con la tumbadora, la guitarra y trompeta. En La Mulata, salida de San Juan a Caracas, se les oye de vez en cuando.

Dignidad femenina. Tarde me percato de que la denominación del ministerio que dirige María León es Ministerio para Asuntos de la Mujer. Un verdadero agravio en este país dominado ya por la fuerza femenina. Casi como si lo llamaran Ministerio para Asuntos de la Mujer y Trastos Viejos.

El conocimiento a cuatro bolívares. De viajero por el terminal de La Bandera antes de la elección del referendo constitucional, detecto en su fachada el anuncio de que la zona tiene wi-fi gratis en un radio de 2, 5 kilómetros que abarca a El Cementerio, Puente Hierro, Las Acacias, Los Próceres, La Bandera y Nuevo Prado. Es iniciativa del INCES y bien que vale la pena que la Revolución Bolivariana haga eso mismo en todo el país, dado que necesitamos dotar de conocimiento al pueblo, que para eso ahora nos gastamos un satélite. En un cibercafé, una hora de internet ya anda por los cuatro bolívares, lo es que el equivalente al 15 por ciento de un día de salario básico. Una hora de conocimiento (¡una hora!) deja fulminado el presupuesto de un trabajador humilde. Lo que significa que en Venezuela, definitivamente, el acceso a la cibernética es un auténtico lujo.

viernes, febrero 13, 2009

Alianza táctica tácita


Por fuerza propia, es decir, al margen del PSUV, la opción SÍ ganará el referendo del fin de semana. Esa inercia despegó y se hizo imparable el momento en el que presidente Chávez replanteó la enmienda al extenderla a gobernadores, alcaldes, diputados y concejales. Todo lo demás ha sido accesorio.

Y el origen de semejante aseveración se halla en el 2 de diciembre de 2007, cuando el chavismo en pleno quedó preguntándose dónde habían estado esas tres millones de personas que se abstuvieron de votar a favor de la reforma, luego de haberle dado un contundente espaldarazo a Chávez en las presidenciales de 2006.

El 16 de febrero próximo, la misma pregunta se la hará la oposición mediática: ¿dónde están los votos? Y por defecto, es decir, por escualidez en los números, estarán más que nunca propensos a cantar fraude. Pero este pataleo pueril no tendrá mayor incidencia, pues la proporción que estimo es de 60 a 40, en el peor de los casos (no me sorprendería que el listón quede en 67 ó 68%). Pero ello por arte y magia de la abstención histórica que ocurrirá en la oposición este 15 de febrero (noten ustedes cómo Ravell y los suyos han concentrado fuegos en atacar la abstención en sus propias filas. Ahora todos los periodistas y anclas de los canales opositores fueron encadenados suplicando el ejercicio del voto).

Para cuando la reforma, si bien ella misma contenía puntos oscuros que el Gobierno no logró aclarar, el Presidente Chávez tuvo en gobernadores y alcaldes suyos a sus principales enemigos. Lógico, porque esencialmente la reforma apuntaba misiles contra esas entidades, por considerarlas absolutamente inviables en un proceso revolucionario. Por instinto, gobernadores y alcaldes chavistas se defendieron de la reforma (no se desplegaron suficientemente en la logística el día de la votación). Sabido es la falta de clarividencia en la mayoría de la dirigencia chavista, alienada todavía en la idea de los feudos regionales.

De considerárseles estériles en 2007, en 2009 esas mismas entidades son tácticamente estimuladas con la enmienda, con lo cual no solamente imbrica perfectamente a los socialistas, sino a ciertos liderazgos regionales de oposición desconectados de las cúpulas en Caracas y, por tanto, con proyectos propios, pero sin aspiraciones presidenciales por la certeza absoluta de que la condición de candidato presidencial de la “unidad” trasciende al hecho nacional (lo decide la oligarquía apátrida).

Así que fuerzas como la que representan Morel Rodríguez en Nueva Esparta y Salas Feo en Carabobo, aunque oficialmente proclamen rechazo a la enmienda, no desplegarán suficientemente sus maquinarias el 15 F, lo cual es una forma astuta de inhibirse. Una inhibición que no se traducirá en votos al chavismo, sino en abstención de ese voto realengo que depende de la logística.

La desintegración del orden opositor, además, se facilita por la naturaleza de la propuesta: la enmienda no tiene carácter estratégico, ya que lo que aquí se quiere hacer es caminar hacia donde hace rato ya empezaron a caminar las democracias del mundo: que el pueblo tenga absoluta discreción.

Así como el chavismo regional se defendió instintivamente de la reforma en 2007, ahora los opositores se hacen aliados instintivos de la enmienda.

Pero este apoyo instintivo (de sobrevivencia) ha venido transformándose en apoyo consciente. Pongo por caso el municipio Ribas (Tucupido) del estado Guárico, con una población aproximada de 80 mil habitantes. Su alcalde electo en noviembre se llama Jesús Aguilar y su formación es esencialmente demócratacristiana, aunque por dificultades en la concreción de la unidad se lanzó por un movimiento propio con el que obtuvo 7.318 (el chavismo sacó 7275). De ese total, AD sumó 1.697, Primero Justicia 320 y COPEI 307.

Bueno, Aguilar agarró por el centro de la calle y se fue a periódicos y radios a llamar a votar por el SÍ. Este ejemplo puede extrapolarse a muchos municipios en poder la oposición, lo que permite inferir que serán muchas las municipalidades que el domingo registren a favor del SÌ entre 70 y 85 por ciento de los votos.

Al racionalizar su situación específica y concluir con un arrime al SÍ, muchos alcaldes opositores no estarán sino haciendo sabio pragmatismo político, pues logran una alianza presupuestaria con las gobernaciones (donde esta sea la situación) y coquetean y menguan las hostilidades chavistas en cámaras municipales adversas (las concejalías serán renovadas al final de este año). Así que la coyuntura de la enmienda sólo representa para la dirigencia opositora regional una relación de ganar-ganar.

Desafiliados de la cúpula del Pacto de Puerto Rico, ¿qué sentido puede tener para los Salas y para Morel dejarse llevar por posiciones esquizofrénicas que sólo ponen en riesgos sus cacicazgos? Ninguno. Les resulta más conveniente plegarse a la propuesta del chavismo conservando las formalidades (diciendo una cosa ante los medios y otra a sus maquinarias) y pactar una alianza táctica tácita (no conversada) y perfecta. Cada uno tendrá cuatro años para reposicionarse en sus intereses de fondo: la oposición regional tratando de cimbrarse para combatir a Chávez en la iniciativa de una nueva reforma en un nuevo período constitucional, y la Revolución Bolivariana en la urgencia de transformarse para renovarse y hacer posible que en 2012 la reelección del líder sea prácticamente automática, de tanto apoyo popular manifiesto.


Extras

Neobolivarianos. Henrique Capriles, en su intervención en la tarima de la avenida Libertador tras la marcha del sábado pasado, se proclamó a él y a los suyos bolivarianos. “Nosotros también somos bolivarianos”, bramó. Ahora sí alcanzaron la fase superior del patrioterismo. La siguiente etapa consistirá en declarar extranjeros a los chavistas.

Antes de reclamarse bolivarianos, ya se habían adueñado de la constitución nacional, a la que increíblemente empezaron a alabar como una de las mejores del mundo. Se saben ustedes, la carta magna que los venezolanos nos gastamos, fue aprobada en referendo el 15 de diciembre de 1999. Quienes estuvieron de acuerdo con aprobarla sumaron 3.301.475 votos (71,78%) y fue negada por 1.298.105 (28, 22%). ¿Y quiénes fueron ese millón y pico de venezolanos locos e bolos que rechazó una constitución que hoy es perfecta? El estado que más resistencia opuso a la constitución fue Miranda, donde la aceptación fue de 329.779 votos (60, 46%), y el rechazo fue de 215.708 (39,54%).

Digan la verdad. Por muchísimo menos de lo que Henry Ramos Allup vociferó contra los reporteros de VTV y Radio Nacional de Venezuela por el caso de la espoleta, se han activado en Venezuela las ONGS subsidiadas desde el extranjero, venga por caso Espacio Público, que ha incluido en sus listas de agravios a reporteros militantes de la oposición que han sido espetados en la calle a que “digan la verdad”.

jueves, febrero 05, 2009

Los estadounidenses son muy raros*

Lo único que he llegado a saber a ciencia cierta sobre los norteamericanos es
que son raros, muy raros. Estados Unidos es un país diverso y enorme, un
continente en sí mismo, un mundo encerrado en su colosalismo. Ni los cinco
meses que he vivido últimamente allí ni la docena de viajes que antes realicé
por esas tierras proporcionan el conocimiento suficiente como para desentrañar
el tuétano del monstruo. Sólo hay una certidumbre, una evidencia: su rareza.

Nuestra potencia es una potencia de alienígenas. Resulta particularmente
inquietante porque en apariencia son como nosotros. O sería mejor decir que
nosotros somos como ellos. Vestimos los consabidos e idénticos pantalones
vaqueros, compramos las mismas marcas de electrodomésticos, tarareamos sus
canciones de moda y bebemos Coca-Cola como ellos. Pekín, los aborígenes de
Papúa, son, sin duda, distintos a nosotros, eso es obvio, eso está asumido y
aceptado. Pero los norteamericanos... Nos creemos que son como nosotros y
que conocemos su cultura de memoria. Craso error. Yo diría que la misma
sociedad inglesa se asemeja más a la española que a la que han organizado, en
un tiempo récord de la historia, sus hijos de ultramar. Desde allí me he dado
cuenta de que Europa existe: Norteamérica es la diferencia, es otra cosa.

Vivo en Wellesley, un pueblecito a treinta kilómetros de Boston. Un
suburbio riquísimo de una de las zonas más ricas del país más rico del mundo.
El resultado de la suma de todos estos superlativos es exquisito: es un lujo
sólido y antiguo. Estados Unidos nació aquí, en New England, y aquí se asienta
una especie de aristocracia, familias que pueden remontarse en su apellido por
dos siglos. Cuando llego, a mediados de enero, descubro con deleite que estoy
instalada en un paisaje de mi infancia: es el paisaje de las tarjetas de Navidad.
Bellísimas casas de madera del siglo XIX, con porches y columnas; jardines
nevados, abetos escarchados, coronas de muérdagos en las ventanas y, en los
aleros, un festón de carámbanos que parecen de azúcar. Cuando les explico a
los norteamericanos que nuestras felicitaciones, antaño llamadas christmas para
más inri, reproducen paisajes nevados, aunque en España apenas nieve, y casas
de balaustradas y maderas, aunque sea un estilo arquitectónico allí inexistente,
y coronas de muérdago, aunque este adorno jamás ha formado parte de
nuestras tradiciones navideñas, los pobres se quedan admirados. La verdad es
que si me detengo a pensarlo yo también me admiro.

Poco a poco voy constatando lo mucho que yo sé sobre los
norteamericanos y lo poquísimo que ellos saben sobre mí, como ente español y
forastero. No es sólo el hecho de que esté más o menos informada de su
geografía, su historia política, su presente. Es, sobre todo, que me sé las
canciones de Glenn Miller, por ejemplo; que conozco su pasado folclórico; que
soy capaza de citar más tribus de indios norteamericanos que ellos mismos;
que soy yo quien, a veces, dice el título de esa película estadounidense de los
años cincuenta que los demás asistentes a la reunión, todos del país, no
consiguen recordar. En suma, me sé todos sus símbolos, sus mitos y sus ritos.

¡Por Dios, si hasta soy capaz de tararear el himno del Séptimo de Caballería! Y
ellos, en cambio, nada. Es el vacío, la ausencia total de conocimientos exteriores.
No es que yo pretenda que se sepan el himno de la Legión española, pongo por
caso. Sé bien que ellos son la primera potencia del mundo y nosotros nada, una
birrita. Pero es que saben tan poco que es pasmante:
- Soy española.
- ¡Ah!, ¿,mexicana?
- No, española.
- ¿De Puerto Rico?
- No, española, de Madrid, de España, de Europa.
- ¡Ah, española de España!, ¡ah... qué interesante!

Y no vuelven a decir palabra, se ve que su interés es muy discreto. O quizá
es que no estén muy seguros de por dónde cae la cosa. De España les suena
vagamente que hay corridas de toros, claro está. También les suena Franco.
Algunos se desalentaron muchísimo cuando les informé de que Franco se había
muerto hacía diez años: es natural, perdían así, de un solo golpe, la mitad de
sus conocimientos sobre España.

Ya sé, ya sé que todo esto forma parte de la caricatura más vulgar, del
tópico tradicional sobre Estados Unidos. Naturalmente, no todos son así, pero
lo estremecedor es que muchos responden al esquema. Una estudiante
hispanista de la Universidad de Wellesley, una alumna brillantísima llamada
Nancy Schena, realizó una encuesta entre colegiales de primera y segunda
enseñanza, de diez a dieciocho años. El objetivo de su estudio era investigar los
conocimientos de los jóvenes sobre Latinoamérica, y el resultado fue lo que se
dice espeluznante. Los encuestados, incluyendo a los de mayor edad, apenas sí
eran capaces de nombrar algún país de Sudamérica. Algunos citaron Vietnam o
Camboya como naciones centroamericanas. En fin, un verdadero disparate. El
mundo exterior no existe. No existe en los periódicos, en las televisiones, en la
memoria, en los ensueños de la gente. Estados Unidos es un todo que se devora
a sí mismo. El resto son tinieblas.

Amabilísimos, son amabilísimos, de eso no hay duda. Nada más llegar
me invitan para diversas comidas y cenas. Todo a milenios vista. Es bien sabido
que en Estados Unidos las citas de placer se conciertan con un mes de
anterioridad, semana más o menos. Las citas de negocios creo que son mucho
más rápidas. En cualquier caso, tan demorada vida social te obliga a apuntar en
algún lado los compromisos amistosos, porque de otro modo es imposible
acordarse. Me asombro de lo complicado de este ritual de encuentros y lo
comento.

- Cómo, ¿quieres decir que en España la gente no usa agendas para
apuntar las citas con sus amigos? –me contesta una estadounidense, en el colmo
de la perplejidad y el pasmo.

Aquí la gente decente tiene un juego de agendas. La profesional y la
social son obligadas. Tal parecería que su vida de placer se rige por las mismas
reglas y obsesiones que la vida laboral. Como si la vida social fuera también
trabajo, un trabajo que hay que desempeñar para no salirse de la norma. Lo
normal aquí es tener un empleo, adquirir una casa en propiedad, poseer uno o
dos coches, uno o dos hijos, uno o dos cónyuges (alguno de ellos con categoría
de ex), trabajar desaforadamente y salir de cuando en cuando a cenar con
amigos, porque de otro modo sería raro. Y en esa rara sociedad norteamericana
se raro debe de ser asunto incomodísimo. Entonces vas a la comida o la cena, y
te preparan manjares suculentos, y te miman, y te tratan a cuerpo de reina, y
hablas del tiempo. Porque lo correcto es permanecer dos horas en la casa ajena,
justamente dos horas, ni más ni menos. Y, claro, no se va a sacar un tema
interesante, un tema que pueda enzarzarse en un debate y que prolongue la
estancia, ¡qué grosero!

Aunque tampoco es muy probable que haya un debate, y menos un
enzarzarse en cosa alguna. Se diría que los norteamericanos no discuten. La
verdad es que de primeras esta falta de empecimiento es todo un gozo. Atrás
quedan las pasiones sulfúricas, los berridos, la intransigencia y el mentarse a la
madre de los países latinos. Pero después una empieza a asfixiarse entre tanto
Versalles, tanto minué verbal, tanto dar vueltas incesantes sin llegar al núcleo
de las cosas, sin encontrar un centro entre la nada. Tengo la impresión de que
los norteamericanos no te llevan nunca la contraria. Si dices algo con lo que no
están de acuerdo, es muy probable que cierren el asunto con un cortés “¡qué
interesante!” y un pequeño silencio embarazoso.

Llevando la generalización, que siempre es engañosa, hasta su extremo,
diría que son gente que evita dar cualquier tipo de opinión, mostrar
públicamente sus ideas. El idioma inglés posee, como el nuestro, toda una
familia de palabras para adjetivar a aquellos que se exceden en rigidez de
ideas: intransigentes, dogmáticos, totalitarios, esquemáticos... Pero hay una
expresión más, una palabra/insulto que nosotros no tenemos: opinionated, que
se podría traducir por opinionado, es decir, con opiniones. Es un término menos
descalificador que intransigente, por ejemplo, pero es claramente negativo, y se
aplica a aquellos que parecen tener ideas hechas sobre las cosas: por lo visto,
construir un universo propio de opiniones no es correcto. O al menos no es
correcto el expresarlo. Quizá crean que es posible pasar por la vida en un estado
de levitación mental, sin definirse, olvidando que el mundo te define aunque no
quieras. O quizá sea todo un resultado natural de su pasado. A fin de cuentas,
los norteamericanos han improvisado un país sobre la marcha. De un conjunto
heterogéneo de italianos, irlandeses, rusos, chinos, africanos, judíos, indios,
polacos, ingleses y otros etcéteras, cada grupo con su cultura y sus creencias,
han tenido que construir una homogeneidad, una convivencia.

Quizá ese callar las opiniones, ese crear un magma común y amorfo
fuera una táctica necesaria para admitirse mutuamente y no matarse. Hace sólo
150 años, la mitad de Estados Unidos era todavía una tierra sin ley, un Oeste
salvaje y fronterizo. En tan asombroso y breve lapso de tiempo se han
convertido en la primera potencia del mundo occidental. Si el éxito se mide sólo
en una escala de poder, el triunfo norteamericano es colosal. Lo que pasa es que
yo creo que hay otras medidas y que a veces los costes son sangrientos.
Ceno en casa de JF, una abogada estadounidense de unos treinta y cinco
años. La cita fue hecha hace más de un mes, como es habitual.

Desgraciadamente, en el transcurso de estas semanas JF se ha separado de su
marido, con quien llevaba viviendo muchos años. Pero como ella se ha quedado
con la casa, la cita se mantiene.

El ambiente es, por supuesto, muy agradable: los norteamericanos son
unos anfitriones detallistas. JF ha preparado todo meticulosamente, los
aperitivos en una repisa baja, el hielo, las bebidas. Somos ocho y, cuando
pasamos a la mesa, los ánimos están lo suficientemente caldeados con la lumbre
del frío Chablis californiano. JF nos obsequia con una suculenta cena chica. Para
que esté en su punto, ha de ir a la cocina, sirviendo y bebiendo, guisando y
bebiendo, retirando platos y bebiendo, sombra silenciosa y eficaz, cada vez más
sonriente y amarilla. Los demás comemos y bebemos como energúmenos: la
reunión es todo un éxito.

- ¿No quieres que te ayude? –le pregunto a JF, hipócritamente y sin gana
alguna, sólo porque siempre me ha producido una desazón culpable el ver a
una mujer sirviendo calladamente el placer de los otros.

- ¡Oh!, no, no; estoy encantada, encantada –responde ella, la sonrisa como
una llaga entre sus labios y un tono algo verdoso en el semblante.

A los postres, JF desaparece discretamente. Tardamos un tiempo en
darnos cuenta de su ausencia. Al cabo nos enteramos de que está encerrada en
un retrete de su bonita casa, vomitando. Consternación general.
- Es que ha bebido mucho sin comer nada –dice uno.

- Es por su marido, es que acaba de separarse del marido –explica la
invitada de más confianza en la familia, la enterada.

- ¡Ah, ah...!
Huimos de la casa sin esperar a despedirnos. Huimos como ladrones, de
puntillas.

Un corto viaje de turismo por Arizona. Atravesamos la reserva navajo,
que es enorme. En el camino paramos en un trading post, un puesto comercial
muy antiguo. Fue establecido hace ciento cincuenta años, cuando estas tierras
eran el legendario Oeste, y desde entonces ha estado abierto
ininterrumpidamente. Es una amplia cabaña de troncos, con mostradores de
madera. A un lado hay una especie de almacén de pioneros, en donde venden
telas, herramientas o sartenes. Al otro, una pequeña tienda de comestibles en
donde adquirimos algo de fiambre y unos refrescos. Más tarde, ya en el coche,
vamos comentando las peculiaridades de la cultura navajo.

- ¿Os habéis dado cuenta de que en el trading post no te servías tú mismo,
sino que había una dependienta a quien tenías que pedir las cosas? –dice,
admiradísimo, uno de mis compañeros de viaje, un norteamericano de
treinta y cuatro años, encantador y culto.

Yo he entendido las palabras, pero creo haberme confundido en el sentido.
He debido de hacer una mala traducción, no he comprendido.
- ¿Cómo dices? –le pregunto.

- Sí, que si habéis notado qué cosa tan curiosa, que en el trading post no
hay autoservicio, sino que hay un mostrador y tienes que pedirle a la
dependienta lo que quieres –repite él, maravillado ante prueba tan palpable de
la diferencia cultural de los navajos, de la pervivencia de sus costumbres
exóticas, de sus ritos ancestrales.

Y yo tengo que explicarle que así son la mayoría de las tiendas en
España. Que los supermercados son, para nosotros, un invento relativamente
nuevo y extranjero. “¡Ah, qué interesante”!, dice él, tímido y confuso, “aquí es
muy distinto, yo creo que es la primera vez en mi vida que he entrado en una
tienda de comestibles que no fuera autoservicio...”. Y me mira con respetuoso
pasmo, como quien contempla a Toro Sentado con su penacho de plumas
bailando la danza de la lluvia. Y yo le miro y no le reconozco, tan parecido a mí
en lo exterior y sin embargo tan lejano. Nunca he tenido una percepción más
clara y más aguda de que los norteamericanos son marcianos.

Uno de los tópicos más extendidos sobre Estados Unidos es el que se
refiere a su competitividad salvaje e implacable. Y, sí, tal parecería que los
indicios confirman el estereotipo. Me cuentan que en el primer curso del MIT
(Instituto Tecnológico de Massachussets) no se dan notas, sino sólo aprobados o
suspensos, para evitar que los estudiantes se suiciden. El MIT es una
universidad muy grande e influyente, porque enseña a las futuras generaciones
los secretos del todopoderoso chip. Es el triunfo de la especialización, tendencia
imperante en Estados Unidos: los mejores estudiantes del MIT pueden
conquistar un Premio Nóbel de electrónica, pero quizá sean rotundamente
analfabetos en todo aquello que se salga del limitado campo que dominan. Es
ahí, en el terreno de la sacralizada técnica, donde se da la competencia más
feroz. En la sociedad estadounidense el currículo lo es todo. Es fundamental la
categoría de la universidad a la que has asistido, y a la que accedes por la doble
criba de tus notas y de tu poder adquisitivo. Es básico obtener unas
calificaciones magníficas, por eso la batalla se plantea en lo más alto, allí es el
crujir de dientes y el suplicio. Entre un notable y un sobresaliente hay un
abismo de derrota en el que caben holgadamente los suicidas. Por eso el MIT no
reparte notas entre los tiernos combatientes del primer curso, para que no
caigan como chinches. No importa, sin embargo, distribuir suspensos: al raro
ejemplar que se atreve a suspender no deben de presuponerle ni la mínima
dignidad necesaria para paliar su fracaso con una dosis de barbitúricos o un
buen tiro.

Doy clases en el Departamento de Español de la Universidad de
Wellesley. Es una universidad pequeña, de elite, una universidad muy
hermosa. No es sólo su inmenso y bellísimo campus, ni su riqueza, ni sus
bibliotecas fabulosas. Es, sobre todo, su doble condición de universidad de
mujeres, cosa que le confiere un discreto pero definido espíritu crítico feminista,
y de universidad que imparte sólo Humanidades, lo que hace que impere un
ambiente más abierto, una curiosidad intelectual más amplia, la vieja aspiración
a conocer la realidad en su conjunto y no ese frenesí por la especialización
parcial y utilitaria de la universidad tecnificada. Pues bien, incluso en
Wellesley, que es un mundo académico que a mí me parece más sensato, existe
esa guerra abierta por las notas. Un caso real como botón de muestra: una
brillante alumna se entera de que en una asignatura va a sacar sólo una A- y no
una A (el equivalente a sobresaliente y matrícula de honor, respectivamente), y
entonces, presa del desaliento más profundo, decide no presentarse a ninguna
de las demás asignaturas y perder el curso entero antes de pasar por tal
suplicio.

De todos es sabido que en Estados Unidos hay dos preguntas obligadas
cuando eres presentado a alguien. La primera consiste en indagar a qué te
dedicas, en qué trabajas. La segunda, si es un nivel profesional, en enterarse en
qué universidad has estudiado. A mí, naturalmente, nadie me pregunta esto
último, porque el ranking de las universidades españolas les es desconocido y
les trae al pairo. En cambio hay un sorprendente número de personas que
ocupan ese segundo peldaño conversacional con una cuestión para mí insólita:
- ¿Y no echas de menos tu coche?

Eso es lo que me dicen, tal como suena. No preguntan si echo de menos mi
país, o mis amigos, o mi familia, o mi lengua. Tampoco preguntan si poseo
coche en España: dan por asumido que lo tengo. La primera vez no supe qué
contestar: en mi desconcierto, atribuí la cuestión a un interlocutor excéntrico.
Pero cuando el hecho se repitió unas cuantas veces empecé a pensar que quizá
el coche sea para ellos la medida de su cotidianeidad o de la ausencia de ella.
Desde luego aquí el automóvil es mucho más necesario que en España. El
pequeño pueblo de Wellesley, en el que vivo, carece de servicios de transporte
públicos. No hay otro modo de moverse que en vehículo propio. Sí,
aparentemente no necesitan autobuses, porque todo el mundo tiene coche. Pero
además es una espléndida manera de aislar la zona, de impedir visitas
indeseables. Wellesley es un pueblo exquisito, un suntuoso suburbio de Boston.
El municipio ha votado la ley seca: no hay ni un bar en su perímetro y no se
puede adquirir alcohol en los comercios. Tampoco hay McDonald’s, por
ejemplo, ni anuncios callejeros, ni neones molestos: sólo hermosas casas
centenarias y lujosas tiendas de rótulos grabados en madera. Oh, sí, Wellesley
es un aristocrático, puritano y bello pueblecito, lejos de todo tipo de
contaminación, un gueto de la dicha, a una razonable distancia en coche propio
de la invasión del populacho. En las calles de Wellesley apenas si ves negros.
Sólo, de cuando en cuando, las alumnas de color de la universidad, que no son
muchas. Así son los ricos suburbios bostoniano.


Rosa Montero
*Estampas bostonianas y otros viajes