martes, junio 30, 2009

Los anecdóticos


Con felina atención he estado este último mes tanteando las derivaciones del evento que con “intelectuales” realizó el Centro Internacional Miranda. Una primera frustración me ha golpeado: casi todos los allí presentes se replegaron como cucarachas una vez que Chávez los tildó de jueces y de presumidos, si bien planteó la necesidad de la crítica y de la autocrítica, aunque se pronunció por la necesidad de que primero definiéramos qué es un intelectual, sobre todo, qué es un intelectual en revolución.

Me ha decepcionado no ver a ninguno de los allí presente salir a batirse en defensa de lo que se dijo. Porque, finalmente, ¿se va a quedar sin paternidad la teoría del hiperliderazgo de Chávez? Por contrario, muchos han salido corriendo a publicar en Aporrea sus intervenciones para que quede claro que ellos no dijeron semejante vaina, que es una cobardona manera de pedir clemencia por lo inexpresado.

Pero desde luego que allí había intelectuales en el sentido exacto de su significado (los pocos), y otros que simplemente creen serlo e interpretan serlo (los muchos). Otros (los poquísimos) simplemente no saben qué hacían allí y por ahí se les ve acuñar maquinalmente que ese evento fue “histórico”, una jactancia inmamable no tanto por lo falso como por lo presumido, porque toda verga que ha venido pasando en estos diez años en Venezuela es HISTÓRICO. ¿Entonces el pueblo no es intelectual?, preguntó Chávez aquel domingo que los regañó.

En cualquier caso, no es mi abierta intención en este artículo meterme ni pelearle con quienes estuvieron allí y no fueron capaces de confrontar a Chávez (negación de la intelectualidad). No. Quería más bien advertir sobre cierta especie de intelectualidad que en el evento del CIM me parece que tuvo escasísima representación. Hablo de los integrantes de un grupito burocrático que con mucha astucia ha sabido apoderarse de una fama de intelectuales, de pensadores, de esclarecedores del momento. Y en esta condición son invocados para eventos, charlas, clases, cargos, asesorías, comisiones de servicio. Toda una red de refugios para no hacer ni aportar nada pero al mismo tiempo quedar como los salvadores de la patria, al menos del momento, del problema.

Se les identifica con cierta dificultad, pero usted puede reconocerlos porque en toda reunión que busque dilucidar una crisis específica, ellos apelarán a su fenomenal y desternillante repertorio de anécdotas (una mejor que otra), que van dosificando cada vez que en el encuentro hay un punto de inflexión. Así va transcurriendo la reunión, con más carcajadas que soluciones. Si uno de los presentes se salta lo anecdótico e intenta perforar al grano, el anecdótico apelará a una leyenda estelar, con la que perseguirá el doble propósito de la risa y el estremecimiento de la conciencia.

En realidad es una técnica para banalizar la situación pero haciéndola chévere, llevadera, pues las anécdotas casi siempre se refieren a libros y escritores, o a grandes políticos, por lo que los interlocutores van ganándose en la impresión de que forman parte de un colectivo intelectual arrecho, que comparten unos chistes que sólo se conocen en circuitos específicos del pensamiento. Es una trampa sicológica de los anecdóticos para salir indemnes de su propia precariedad.

Al final, los demás quedan con una sensación de devastación mental, estragados, como si hubieran hecho un esfuerzo físico inhumano. Y cuando alguien les pregunta que cómo estuvo la reunión, dirán que estuvo de pinga, pero al rato comprenderán que no hubo discusión y de la devastación pasarán a la pequeña depresión.

En tanto, el anecdótico habrá subido un escalón más hacia su templo en el que todo es quietud y es su sueño: una embajada anónima.

domingo, junio 28, 2009

El señor fiscal y su ahora señora van a la marcha del CNP


Circa 1999, quizá 2000 ó 2001 (yo qué sé, no convertí esto en razón de mi existencia). Yo me desempeñaba seguramente que con más errores que aciertos como reportero policial, rol en el que me aburría bastante, de allí que siempre anduviera buscando febrilmente cómo reinventar cotidianamente el periodismo, delirio del que todavía no me curo y por el que sufro mucho, en tanto soy muy infeliz. Pobre de mí.

Así como a Tarek William, en prensa policial solíamos recibir a los familiares de víctimas de la indefensión, que encontraban en los periodistas una luz en el túnel oscuro.

Cierta mañana recibí a una señora que llevaba una conmoción contenida. Su hijo de 18 años recién cumplidos estaba preventivamente preso en La Planta por solicitud de un fiscal público, quien lo involucraba en un asesinato ocurrido en un sector de Caricuao. Mitad solidario y mitad buscando matar el hastío que en las mañanas atacaba a la fuente policial, me fui con la señora madre a su sector y hablé con todo el mundo allí (menos con un ecuatoriano que servía de testigo principal al implacable fiscal). Obtuve suficientes indicios de que el muchacho preso en La Planta no estaba perdido en el camino de la delincuencia, que trataba de estudiar y que, líneas generales, era un muchacho de su casa al que una detención preventiva nada menos que en La Planta le estaba haciendo una invitación VIP al mundo de la perdición.

Total que construí una crónica bastante arrimada a la costillas. Sin dilación, el fiscal se declaró agraviado y solicitó un juicio en mi contra.

Injuria, difamación, infamia, creo que son las tres categorías asociadas al COPP con respecto al ejercicio del periodismo. Dos de estas tipologías suponen la evacuación de pruebas (si tú dices que yo robé tal cosa, ven y trae las pruebas), y la otra no, basta con el que acusador se declare agraviado y punto. El fiscal que se sintió ofendido por mi crónica prefirió la opción más despejada, aquella que no llamaba a la presentación de pruebas, porque esto suponía que pasáramos a identificar si el muchacho estaba injustamente preso en La Planta, para después determinar si entonces tenía sentido la presunta ofensa. Todo ello después de que hubiera ejercido ampliamente su derecho a réplica.

Lo cierto es que yo fui a mi audiencia preliminar sin convocar a jefes, colegas, amigos, familiares ni novias. Cómo no, la empresa que me exprimía puso a mis servicios un extraordinario litigante que al momento de alegar en el tribunal entraba en trance, levitaba de pura pasión a su arte. Como en el acto de conciliación el señor fiscal planteó que él sólo se sentiría resarcido si yo publicaba en dos grandes diario un aviso a página abierta pidiéndole perdón, ni siquiera terminamos de escuchar su idea y pedimos que por favor pasáramos a juicio. Total, yo en mi condición de periodista sólo diga la verdad, de modo que me resultaba cómodo y sencillo presentarme ante la señora jueza a defender la verdad.

No quise que la otrora poderosa empresa pegara lecos en mi favor con el artilugio de que se estaba atacando a la libertad de expresión, no inmiscuí a compañeros de fuente ni de redacción en el asunto (prácticamente no se enteraron), no amargué a familiares y novias con el temita. No. Yo detesto el papelito de víctima y acuso de patético al que lo asume. Yo quería ser consecuencia con lo que he creído, esto es: los tribunales repletos de periodistas defendiendo la golilla de la verdad.

Tuve un par de sesiones de asesoramiento con mi abogado, quien trazó una elemental estrategia de demostrar que no había móvil en el hecho imputado (lo cual era verdad). Y así llegamos rapidito al juicio, a instancias nuestras. Cuando yo estuviera en el banquillo siendo interrogado por la sensualota abogada acusadora, antes de contestar su pregunta debía mirar hacia mi coach: si se tocaba la corbata, debía responder no a la pregunta, caso contrario sí. No debía explayarme, mejor si me limitaba a responder.

Hubo un momento de duda, producto de una pregunta que yo había previsto, pero que mi abogado insistió en que me defendiera con la respuesta que él me diera en el instante. Lo desobedecí en esta respuesta y esto puso en jaque el juicio a nuestro favor, según me reclamó el jurisconsulto en una pausa. A cambio, me felicitó y dijo que ya estábamos ganados cuando ante una pregunta de la morena acusadora me entró un espíritu y me tiré un discurso memorable, concentrado en citar jurisprudencia de Alberto Arteaga Sánchez, a quien el fiscal tenía como Dios del derecho.

Concluido el juicio, y mientras la jueza deliberaba, en la afueras del tribunal Américo Morillo –quien se presentó un rato a hacer la foto del caso- no paraba de manifestarme su asombro al verme erigido en verdugo de la retórica.

La jueza que termina su deliberación y sale y la anuncia: absuelto. Abrazo sin sobresaltos entre el abogado defensor y su cliente. Y enseguida me devolví a mi fuente policial y en la tarde regresé a la redacción y entregué mis dos páginas y en la noche me fui a mi casa y me comí mi arepa frita con queso y mantequilla y la tacita de café con leche, que sabe a gloria después de haber demostrado en el tribunal que los periodistas somos amos y señores de la verdad. Y lo demostré sin que la jauría se enterara del juicio, ni aplicó la solidaridad automática. Fui un ejercicio de diversión y de aprendizaje (es in incalculable lo que un periodista aprende de su oficio luego de pasar por un juicio).

Pero los que sí estuvieron todo el tiempo arrechos fueron el fiscal Luis Izquiel y su entonces novia defensora (ahora esposa): la exuberante Delsa Solórzano, que ahora es una adalid de la defensa de la libertad de expresión, y que en nombre de ella seguro marchará este sábado al lado de los periodistas que se envanecen declarándose antichavistas.


PD: Habían pasado seis o siete horas y los medios de información del Estado no hallaban qué hacer con la noticia del fallecimiento del cantante Michael Jackson. De hecho, ninguna televisora ni portal lo había reportado todavía en horas de la noche. Mientras CNN reportaba el ingreso de 10 mil correos en dos horas, los medios revolucionarios ignoraron el acontecimiento, como si con ello desaparecieran esta verdad. Lo único que lograron fue que los socialistas se fueran en masa a otros canales. Es verdad que es una exageración de CNN encadenarse con la noticia, pero no es una exageración menor desaparecerla. Este viernes en la tarde escuché una escueta reseña de Tves en la voz de la flaca Alesandra Perdomo. Mientras tanto, Silvio Rodríguez se reúne en La Habana con Juanes, quien se declara al mismo tiempo admirador del trovador y de Álvaro Uribe.

miércoles, junio 24, 2009

Lecciones de romanticismo




A finales de la rarísima década de los 80 las salas de cine de Venezuela se abarrotaron por la exhibición de la película “Dirty dancing”, en la que un musculoso y guapísimo Patrick Swayze interpretaba a un proletario profesor de baile gringo que prendaba de su corazón a una aburguesada muchacha a la que conoció en un campamento de vacaciones en el que trabajaba el instructor. Ella encarnaba a la típica inocencia de la perdida juventud estadounidense y él parecía más bien un emigrante centroamericano, a pesar de su arrasador aspecto de niño bien.

“Dirty dancing”, ambientada en los años 60, contó con una inolvidable banda sonora que no solamente se ganó los premios cinematográficos que la mayoría de los cineastas anhela, sino que se instaló para siempre en la nostalgia de quienes cuyos corazones vibraron a los compases de un Patrick Swayze que en el imaginario venía a sustituir al también mítico bailarín de “Staying alive”, Tony Manero, alias John Travolta, quien a principios de la misma década había causado los mismos maremotos vaginales que después ocasionaría Swayze, y que en 1978 había iniciado Travolta con Danny Zucko en “Vaselina”.

Entre las millones de latinoamericanas que padecieron este sarampión ochentero, está mi nena, quien sufrió este revolcón sentimental en retro.

Veinte años después, que en el tránsito permitió que Swayze protagonizara una muy buena y quizá imprescindible película de acción llamada “Punto de quiebre”, se conoció la infausta noticia de que Swayze atraviesa una enfermedad degenerativa que lo tiene con los días contados. Recientemente declaró que el médico le había dicho que le quedaban dos años de vida. Y demacrado tuvo que tomarse una foto al lado de su esposa y lanzarla a la jauría de los medios para acallar versiones de su supuesto fallecimiento.

Seguramente que aprovechados de esta infeliz circunstancia, los zamuros de un canal del cable andan repitiendo casi diariamente “Dirty dancing”. Y el tiempo no ha minado ni un grado de sentimentalismo que este film suscita en mi nena, quien por contrario la sigue viendo tantas veces como la repiten, y se queda embelesada frente al televisor pegando gritos casi imperceptibles de esquizofrénica emoción contenida. Ha llegado a más: me obliga a ver y analizar ciertas escenas en las que según ella Swayze destila romanticismo hasta en la manera de mirar a su mami.

Especialmente me amarra para que observe la escena final*, que transcurre más o menos así: Swayze ha sido votado del campamento acusado malamente de robar la cartera de una huésped. En el baile final, empero, regresa e irrumpe en el salón y se dirige a la mesa donde está la joven con su familia. Y dice poco más o menos: Nadie pone a mi nena en un rincón, y le extiende la mano y se van al centro de la pista y empieza el contorneo. Presuroso, el disc jockey deja sonar la legendaria banda sonora de la película y separados por unos pocos metros, Swayze se va acercando a ella y mientras más cerca, apela a su dedo índice y se lo muestra como diciéndole: ven. Este gesto, acompañado del movimiento caderìstico y sobre todo, sobre todo, la manera en que él la mira, provoca el colapso de mi chica, quien adquiere un tonito de súplica y pide que la mire de idéntica manera.



*http://www.youtube.com/watch?v=WpmILPAcRQo&feature=fvst

domingo, junio 14, 2009

BOLÍVAR GIGANTE


Uno de los principales imanes del presidente Chávez es su dedicación a pasearse por la historia del país y recrearse en ella, detenerse en ella y casi siempre reinterpretarla desde enfoques increíblemente verosímiles –por ejemplo, Bolívar no murió sino que fue asesinado-. Muchas veces, sencillamente Chávez nos enseña por primera vez el pasado. En su faceta de pedagogo de la historia patria, sus aportes son invaluables y sólo en el porvenir esta virtud será comprendida en su colosal dimensión.

La diferenciación del Páez militar, faceta que admira, del Páez político, que abomina, es un meollo de su audaz autoría que no ha hallado resistencia ni siquiera en los historiadores más enceguecidos.

Así que el Hugo Chávez profesor de Historia pasará a la historia como el gran descubridor para una inmensa mayoría de venezolanos.

En lo personal, desde luego que no escapé de lo se repetía autómatamente en la escuela y el liceo: que fuimos descubiertos por Colón, que Francisco de Miranda fue el precursor de la independencia y que Simón Bolívar, además de ser el padre de la patria, era un hombre delgado y bajito, prácticamente de metro y medio. Y con esas características históricas uno se hacía una construcción de Bolívar: pequeño pero gigante, etcétera.

Por lo que se comprenderá el tremendo sacudimiento que sufrí al descubrir que en realidad Bolívar medía 1, 67 metros. Dios mío, casi un jugador de baloncesto.

El hallazgo lo realicé en el libro “Simón Bolívar, biografía”, de Alfonso Rumazo González, de Ediciones de la Presidencia de la República de Venezuela.
Hace algunos meses, a la buena sombra de Carlos Lanz, estuve nada menos que el Salón Ayacucho de Miraflores ofreciendo una charla. Lanz haciendo una argumentación de la manipulación sicológica toyovisionaria por medio de la noticia y en mi caso sosteniendo que el periodismo venezolano de academia es una trampa imperial que enajena al individuo y lo pone a repetir como loro que el periodismo es para decir la verdad.

Concluido lo cual nos obsequiaron la biografía de Bolívar escrita por Rumazo González (fallecido en 2002), en cuya primera parte, titulada UN HUERFANO RICO, se extrae:

“En el primer cuarto del siglo XIX Napoleón en Europa; Bolívar, es América. Pero Napoleón se quedó inmóvil para siempre en la gloria del pasado; Bolívar, continúa vivo y actuante.

Mediano de estatura –un metro sesenta y siete centímetros- tenía cuerpo fino, elegante y nervioso, como una espada toledana”.

El hallazgo me produjo una vergüenza íntima, una ruborización. Cómo es posible que tenga una versión tan desfigurada de la verdad, por qué he sido tan irresponsable con las cosas que creo.

¿Cuántas otras muchísimas cosas tendré equivocadas? A ver si me pongo a leer, o presto más atención cuando Chávez hable. Lo mismo les recomiendo.

sábado, junio 06, 2009

El periodismo latinoamericano según Gabo


Según aviso publicitario insertado en la página 76 del diario Últimas Noticias del sábado 23 de mayo, el Colegio Nacional de Periodistas (CNP) de Venezuela ha convocado al Premio Arturo Uslar Pietri a la Comunicación, a entregarse el 27 de junio, Día del Periodista, que se conmemora en evocación de Simón Bolívar y El Correo del Orinoco (por tanto el premio nacional debería llevar el nombre del padre de la patria).

Como la dirección actual del CNP se auto reconoce adversaria del gobierno revolucionario, y como son estos mismos periodistas quienes se refugian en fórmulas legales para exceptuar y criminalizar a quienes hacen periodismo popular sin estar colegiados; como son estos mismos periodistas quienes se sujetan como sanguijuelas a Ley del Ejercicio de Periodismo, y por tanto también se sujetan a la Constitución nacional, vale la pregunta: ¿Se está pretendiendo boicotear el Premio Nacional de Periodismo que coordina el Ministerio de Comunicación e Información? Apelando a sus mismos recursos técnicos, habría que revisar a ver si este llamado paralelo no es violatorio de la ley.

No obstante obviando las eventuales implicaciones de ley que esa iniciativa pueda contener, queda clara la maniobra divisionista, acción que después será endilgada insólitamente al Gobierno.

El aviso de prensa señala que un comité no revelado hará una pre selección de los trabajos postulados y la escogencia final se hará a través de internet. Se entregarán 5 mil bolívares fuertes a los ganadores, pero la inscripción de todo trabajo cuesta 50 bolívares, que no ayuda en nada, pero es que estos jóvenes que hoy dirigen el CNP no podían quedarse sin saciar aunque sea mínimamente sus espíritus mercantilistas.

El anuncio señala que los ganadores serán escogidos de acuerdo con los siguientes criterios:

*Calidad narrativa
*Investigación original de los hechos
*Tratamiento de la información
*Profundidad interpretativa de los hechos
*Valores ético profesionales
*Aprovechamiento adecuado de los recursos expresivos y tecnológicos de acuerdo al medio.

Apasionado oficiante y estudioso del periodismo, hace varios años que Gabriel García Márquez fundó la Fundación Iberoamericano Para un Nuevo Periodismo (fnpi.org), que lleva aproximadamente diez años concediendo un premio de periodismo, que en el caso escrito especifica las mismas bases que hoy usa el CNP en su primer premio Arturo Uslar Pietri. ¿Quién se copió de quién?

Se obtiene, en cualquier caso, que a este CNP le interesa mucho lo que ocurre en la FNPI, un extraordinario laboratorio de periodismo para América Latina. Les interesa este rezumar del Gabo sobre el oficio periodístico, pero no parece interesarles mucho lo que sobre el oficio ha dicho Gabo, quien en ponencia titulada “El mejor oficio del mundo” y leída ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), dijo:

“A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario”.

“Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes (…) Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo (…). Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran”.

“La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico”.

“Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica”.

“La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor”.

“Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro (…) Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante”.

“Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo (…) Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”.

“El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde”.

En esta exposición, el Gabo propone al menos tres interesantes discusiones:

A) ¿Es en realidad el periodismo escrito un género literario?
B) ¿Es el periodismo un oficio estrictamente vocacional?
C) ¿Es el periodismo un oficio que se enseña y se aprenda mediante talleres prácticos?

Bien leído, el Gabo lamenta que la academia haya arrasado con el espíritu del verdadero periodismo, y propone a cambio regresar a los orígenes cuando se aprendía en talleres prácticos. ¿Por qué no se discuten estas cosas? ¿Por qué el CNP no se inmiscuye en esta discusión histórica?
A cambio, opta por crear premios paralelos de 5 mil bolívares con costo por inscripción. Con este pequeño pero importantísimo gesto capitalista se reafirman en la oposición y se confunden de cabo rabo al denominarse contrapoder, porque en realidad lo que hacen en acumular méritos para un lugar preponderante en la anti historia.
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El mejor oficio del mundo*

Gabriel García Márquez



A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.

Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.

Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.

Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.

Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.

El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.

Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica -reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras- bajo la dirección de un veterano del oficio.

En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.

La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado -que escasas veces puede ser de más de una semana-, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.

Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.

Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.

Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.

Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.


*Discurso del Gabo pronunciado el 7 de octubre de 1967, en Los Ángeles, EEUU, ante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

martes, junio 02, 2009

Zulianía y falconía hacia Caracas


Por muchos años, por no decir que toda la vida, estuve creyendo que era mayor la distancia entre Caracas y Maracaibo yéndose por Coro en vez de Barquisimeto. Así que las veces que la vida me emplazó a ir al templo de la gaita, ni pendejo, yo me iba por Barquisimeto y me echaba la boquilla de 660 kilómetros, medidos desde el kilómetro cero nacional en la Valle Coche y hasta cruzar los 8 kilómetros de puente Rafael Urdaneta.


En Maracaibo solía inquirir a los conocidos sobre la cantidad de kilómetros entre Maracaibo y Coro. Había una especie de consenso en torno a 280 kilómetros, a los que yo sumana los 420 que hay de Coro a Caracas y la suma me daba 700 kilómetros, unos 40 más con respeto al camino por Barquisimeto. Así que nunca se me ocurrió hacer ese desvío.


Hasta este fin de semana que me atreví por dos razones demenciales: un antojo de chivo en coco, y la otra para pasar por los médanos de Coro y llenar una bolsa de arena para que la gata de la casa se diera el lujo de sonrojarse en esa exquisitez. Además, todavía era temprano.


En mi pequeño tanquecito de guerra recorrimos los 240 kilómetros de que van del puente sonre el lago hasta Coro, lo que venía a revelar que hay la misma distancia yéndose por cualquiera de los dos caminos, pero por vía de Coro es más rápido por la magnífica condición de la carretera Falcón Zulia, sin contar que también está machete la Falcón-Carabobo, hasta la llegada a Morón que tiene sus problemas. En fin, que resultó mucho más cómoda la cosa haciendo parada en Coro y no Barquisimeto. De nada.