lunes, febrero 12, 2007

Sabana Grande, diez años después (anti.memorias)



A pesar de que vivo prácticamente en el bulevar de Sabana Grande, no había tenido ocasión de irlo a visitar para sentirlo despejado, como hace tantos años, o hace una década, para ser exactos, cuando solía recorrerlo diariamente de punta a punta.

El viernes pasado me dispuse a hacerlo, y arranqué desde Chacaíto con La Previsora como meta. Apenas había caminado algunos metros, cuando frente a Recorland, cerca de la prefectura de El Recreo, lo vi. A pocos metros era prácticamente el mismo, pero la cercanía daba cuenta de un rostro mallugado por los años y la mala vida. Warry She. Así se llama.

Estaba a la entrada de un pequeño centro comercial llamado Metro. Relajado, con cuatro sillas para la clientela, rodeado de matas y con una pared llena de fotos. Sobre una mesa varios libros de Ghandi y Sai Baba. Al momento de mi abordaje estaba atendiendo a un cliente al que le quitó 20 mil bolívares. Esperé que culminara y me acerqué al riguroso saludo de hermanos. Pero mientras yo procuraba ponerle seriedad al reencuentro, Warry She me hablaba absortó sobre su nueva visión de la parasicología. No hubo manera de que contestara cómo estaba su mamá, hermanos y demás parientes y amigos. Seguía hablándome incoherencias astrológicas. Estaba ensayando conmigo, lo sé. Tarotista tracalero que se respete tiene que ensayar recursos y poses de desquiciado, y en este caso Warry se estaba valiendo de su hermano del alma para tirarse una práctica relámpago. Emplazado a la cordura, dijo la locura de que tenía una hija en no sé qué país, y mostró una fotografía de una adolescente que, ciertamente, en nada se le parecía. Estaba relajado, con los pies cruzados sobre la silla y con su indumentaria clásica pero descatalogada. Al cabo de quince infructuosos minutos, hube de irme gracias a que dos mujeres preguntaron cuánto valía el show.

En el año 96, Warry She se llamaba Shazam y estafaba incautos en el callejón La Puñalada (Shazam no sólo porque el nombre tenía pegada para los fines consiguientes, sino porque se apegada algo a la realidad: cada vez que se abría una botella, él aparecía. Más en confianza le mentábamos Chapita, virtud de que cuando no estaba pegado del pico de una botella, estaba en el piso).

A finales de ese año lo conocí, un día que me acerqué el periódico Letras (que operada desde el mismo callejón) para retirar una paca de 100 ejemplares de cuya venta debía quedarme con la mitad y devolver la otra, habiendo cumplido impecablemente el artículo uno del acuerdo, pero hasta el sol de hoy en completa deuda con el artículo dos del buen producto que tuve a bien pregonar a la entrada del metro de Ciudad Universitaria.

Con la curiosidad de gato que tengo para todo acto tumultuario (a partir de dos personas es bueno), me acerqué al loco que le leía las cartas a una mujer frente al hotel Royal.

Ese fue el flechazo de nuestra amistad, que empezó a robustecerse por un hecho de la política. A principios del 98 se produjo la última gran huelga universitaria, lo que puso en peligro la subsistencia de quienes religiosamente hacíamos la cola en el comedor de la UCV. La ausencia del comedor empezó a ser mitigada por Shazam, quien desde las nueve de la mañana llegaba a La Puñalada a levantar los billeticos que permitían la compra de las empanadas que me ayudaban a no convertirme en esqueleto. Y así, la rutina se cumplía incluso los domingos. Las empanadas se repetían en la cena, y eventualmente un buen día alcanzaba hasta para medio pollo.

Creo que las clases de reanudaron después de la Semana Santa del 97, pero yo seguía asistiendo a La Puñalada, con tal fidelidad que algunos compañeros de clases empezaron a regar la bola según la cual yo me la pasaba leyendo las cartas en Sabana Grande (dicho con burlita, claro). Con la llegada del comedor empecé a esparcir mis visitas a Sabana Grande, lo que no desdecía de mi amistad con Shazam, truhán nacido en Trujillo y víctima cotidiana de Policaracas, que por entonces vacunaban sin piedad. Yo hacía de espía, pues mientras Shazam estaba ocupado en La Puñalada estafando a un cliente, yo visteaba por el bulevar a la caza de la cercanía de algún Policaracas hijo de puta.

A finales del 98, cuando ya no iba todos los días al bulevar, dado que me había convertido en el asistente de Leonce, graduando de ese diciembre que había sido designado por sus compañeros para organizar la rumba de graduación, que esa vez se realizó en el C.C.C.T. (estuvo a punto de terminar en tragedia porque en el camino se descubrió que Leonce –niño bien nacido en Terrazas del Club Hípico e hijo dizque de una eminente profesora de la Escuela de Medicina de la UCV- estaba tratando de ganarse cualquier cantidad de real pretendiendo no pagarle a Guaco con el ardid de que la fiesta era de la Escuela de Comunicación Social y no privada, como en realidad era).

Cierta mañana me había correspondido ir a la imprenta Negrín (en la Solano López) a buscar las entradas de la fiesta. No estaban listas y me regresaba a pie a la UCV por el bulevar. Al pasar frente a La Puñalada no vi a Shazam, pero no me preocupé y seguí mi camino. Pero al cruzar frente al Metro (donde hoy se está construyendo el nuevo edificio sede de Cametro), lo encontré esposado, agachado y contra una pared, a merced de un coñitoesumadre de Policaracas de apellido Guariguata, quien a cada rato hacía ademán de darle un pescozá (igualito que cuando Ron Damón, después de darle mamarro e’ coquito a El Chavo, le enseñaba el brazo y le decía “no te doy otro nomás porque…).

Yo no pude hacer menos que sembrarme en el sitio a unos diez metros, creyendo ingenuamente que así adquiría la condición de testigo y que eso me serviría para impedir que a Shazam le cayeran a coñazos.

Guariguata se percató de mi presencia y de mi estrategia y me invitó a circular. Me negué. Insistió. Insistí. Abrió más la boca y entonces inventé que estaba esperando a alguien. La cosa se puse realmente tensa, porque ignorante de la ignorancia de los policías, no creía que una cosa tan caricaturesca como aquella llegara a mayores. Llegó.

Shazam desde luego que se aferró a mi presencia, y le decía a Guariguata que me dejara tranquilo, que yo era estudiante de la UCV (Shazam era de los que creía que eso era una gran vaina, que esa condición infundía respeto. Qué ignorante era Shazam). Guariguata (a quien en el recuerdo jamás he dejado de asociar a un gorila en su fisonomía) agotó la paciencia y ordenó a dos subalternos que me pusieran los ganchos. Yo no podía creerlo y forcejee. Menos podía creer que llamara a una patrulla y que me encaletara junto a Shazam, con rumbo totalmente incierto. Antes de que me metieran en la jaula, le rogué a un chamo con cara de estudiante que pasara por Comunicación Social y dijera que se habían llevado preso a Douglas Bolívar. Me llevé esa ilusión. Me aferré a esa ilusión.

Llegamos a un sitio que por entonces no conocía (muchos años después descubrí que era el cuartel general de Policaracas en la Cota 905). Pensé que la arbitrariedad de Guariguata llegaría hasta allí, que nos reseñarían, nos aleccionarían y calabaza.

En efecto, nos reseñaron, pero nos volvieron a meter en la patrulla y yo llegué a creer que nos devolverían a Sabana Grande. Ingenuo. Terminamos en la prefectura de El Valle (también lo determiné algunos años después).

Ahí nos dejó la patrulla, a la orden del policía de guardia que nos ordenó quitarnos las trenzas de los zapatos y fue entonces cuando entré en conciencia de que estaba preso.

Y raptado por el espíritu del preso, lleno de terror le dije al oficial que si podía hacer una llamada (hice esta petición inspirado en las películas gringas donde a todo detenido hasta le recuerdan que tiene derecho a realizar una llamada). Pienso que lo hice a conciencia de que se reiría en mi cara, lo que me serviría para anotar otra violación de mis derechos humanos. Amable hasta la pared del frente, el policía dijo que cómo no, faltaba más, tómese el tiempo que requiera (de todo el cuento que llevo echado, ya sé que ésta última parte es la que más difícil de creer).

No se me ocurrió mejor fórmula que llamar a la casa a Leonce (ya eran como las 5 de la tarde), cuyo número tenía memorizado porque como era su asistente de la fiesta, manteníamos contacto permanente. Leonce tomó debida nota de mi situación y dijo que informaría del caso a los muchachos del Centro de Estudiantes.

Pasaron tres horas desde la llamada a Leonce, una eternidad para un preso, como se sabe. Me sentí una piltrafa humana. Nadie había dado medio por mí. Qué popularidad tan desgraciada.

Nos colocaron a Shazam y a mí en una celda amplia como con veintes presos más. Shazam y yo hacia la pared del fondo con la puerta al frente, él vigilando hacia la izquierda y yo la hacia la derecha, y ambos mirando al frente, donde se encontraba un delincuente juvenil que con ojos vidriosos nos miraba, al acecho. Estaba escrito que esa noche íbamos a tener que rifarnos el pellejo y el honor. Como a las nueve ocurrió un milagro.

Llegó el celador con una hamburguesa que me habían mandado mis amigos del Centro de Estudiantes, quienes se habían trasladado al sitio con la profesora Luisa Villamizar para rescatarme. Me hicieron saber que esa noche no podía hacerse nada por mi liberación, pues el desgraciado de Leonce les avisó tarde. La profesora Villamizar apenas se enteró llamó al rector de la UCV, quien a su vez le pegó un telefonazo al gobernador de Caracas, quien apenado ordenó mi liberación. Pero el prefecto ya se había ido a su casa y no hubo manera de localizarlo para que firmara mi ex carcelación. Todo eso me mandó a decir la adorada profesora con el celador. Me mandó otras palabras de aliento y me hizo saber que al día siguiente ella misma volvería para garantizarse que yo saliera. A los lejos, las voces de Carlos Andrés Pérez (pana con el que perdimos la presidencia del Centro de Estudiantes, y de quien por cociente electoral apoyamos desde la secretaría general), Norka López, Noel Ríos… me ofrecían gritos de solidaridad.

El celador era inteligente y se percató que yo ya no era un preso cualquiera. Así que a los minutos de irse mi hinchada me movió junto a Shazam hacia otra celda de igual dimensión, pero de uso exclusivo. En el techo había una ventaba de hierro que dejaba colar la luz de una luna clara y el frío decembrino insoportable. Shazam y yo dormimos abrazados luchando contra el frío.

A las siete de la mañana estaban de nuevo los muchachos con la profesora Villamizar, más contentos que yo, acaso porque siempre he lucido la cara de culo que Dios me puso.

Toda esta evocación me vino al tropezarse en estos días con Warry She, antes Shazam.

Al descubrir a Warry en Sabana Grande y recordar todo aquello, rápidamente me brotó en la memoria un inesperado y anecdótico encuentro que tuve en octubre pasado con la profesora Luisa Villamizar en la UCV.

Nos topamos y alcancé a dudar de que pudiera recordarme. Pero ella no vaciló un instante en preguntarme si no era yo aquel que estuvo preso en El Valle y que ella… Me impresionó tal memoria. Le dije que sí, claro, y no dejé de consignarle mi asombro de que se hubiera acordado. Ella, sin más, aseguró que cómo no, que tal vez ahora podía tener unos 25 kilos extras, pero que la cara estaba igualita.


*Cada vez que evoco a Norka López, no dejo rememorar la lejana y pegostosa tarde cuando, mientras almorzábamos en un tugurio, que me dijo con piadosa sinceridad que admiraba el valor que yo tenía de ir al periódico con aquella camisa de cuadros de diversos colores con preferencia del verde completamente chillona.