viernes, abril 03, 2009

Diario de una muchacha inocente que escuchaba fantasmas


Nací en Anaco y me crié entre Cantaura y Barcelona. Soy oriental de pura cepa, criolla como el merengue. Papá estuvo preso varios años porque mató a un hombre que le faltó el respeto. Desde entonces pasamos mucha hambre, ese es el mayor recuerdo de mi infancia.

Yo tenía cuatro años cuando mi papá estaba preso. Al mismo tiempo se murieron mi abuelo y mi tío y nos quedamos sin hombres en la casa. Éramos siete hijos de mamá, que era maestra normalista, y siete de mi tía, que no trabajaba. También estaban abuelita, dos tíos que eran anormales (que ya murieron y quise mucho). Eran demasiados en una casa con un solo sueldo y pasamos mucho trabajo. Papá nos mandaba comida desde la cárcel, hasta donde pudo nos mantuvo. Teníamos una quintica en Cantaura que tuvimos que vender en 30 mil bolívares para pagar los abogados.

Siendo mi mamá maestra yo aprendí a leer y escribir antes de ingresar a la escuela. En primer grado, a la hora de presentar exámenes, me enteré de que no estaba inscrita, sino como oyente. Había estudiando con el libro Juan Machete y después me dicen que no presento porque estoy como oyente. Tuve la suerte de tener excelentes profesores en bachillerato, que cuando vieron que tenía actitudes especiales se fijaron un poquito más en mí y me formaron no solamente como estudiante, sino como ciudadana. Imagino que verían la chispa, capacidad de discernir, liderazgo innato y don de gente. Era hiperkinética, interactiva, pilas, superviva, estaba pendiente y me daba cuenta de todo.

Un día normal, antes de que papá estuviera preso, comenzaba a las 6 am. Nos daban una arepa de maíz molido y caraotas. En la escuela un refresco y un golfeado. En la tarde hacíamos la tarea, nos daban comida y nos acostábamos a las 8 pm. Ninguna de mis hermanas tuvo muñecas porque desde que papá cayó preso más nunca hubo Niño Jesús ni hubo nada.
Soy la cuarta de siete hermanos: cinco hombres y dos mujeres. Soy Lina porque nací un 23 de septiembre, que es el día de Santa Lina, y porque mi abuelo se llamaba Lino Pereira. Lina significa bueno, no me acuerdo en qué dialecto.

Desde pequeñita mi mamá nos inculcó la noción del bien y del mal. Desde que yo recuerdo vi a mi mamá ayudando al prójimo. Ella compartía la comida con los vecinos, solucionaba los problemas de la gente que se le moría un familiar y no tenía cómo enterrarlo. Soy consecuencia indiscutible de la formación de mamá y papá.

Me formé en la iglesia adventista del séptimo día. Allí viví toda mi niñez y la adolescencia. De ellos aprendí la piedad, la temperancia, el ser regular, disciplinada, a compartir, que es un don divino.

Como muchacha y como mujer siempre fui inocente. Vine a tener novio a los 20 años, no porque no tuviera pretendientes, sino porque pensaba que debía tenerlos cuando fuera una mujer hecha y derecha. Hoy pienso distinto.

Hay una cosa de las que más recuerdo de mi vida: mi hermana Ivonne estaba de novia con el hombre que hoy es su marido. Él tenía un picó y una vez puso un Twist y los pusimos a bailar “La plaga”. Entonces mi cuñado me preguntó que qué quería ser cuando fuera grande, y le contesté que bailarina o astróloga: me equivoqué.

Nunca fui mujer de tener ídolos faranduleros. Recuerdo con especial cariño, en el 67, cuando murió el camarada Cherry Navarro. Estaba pequeña, pero me pegó bastante su muerte. Siempre admiré a Fidel y al Ché. No he sido buena bailadora, lo que soy es bochinchera, bailo lo que sea, pero igualito, todo al mismo paso, pero bailo, que es lo importante. Nunca tuve amores platónicos, pero mi adoración definitiva y cerrada siempre fue hacia Pancho Villa, Napoleón Bonaparte y Simón Bolívar.

Al llegar a Caracas, en el 86, busqué trabajo y me contrataron en Tiendas Puchi, en el Centro Comercial Paseo Las Mercedes, donde tuve una extraordinaria jefa llamaba Ingrid Lenin de Cabrera. Era la primera vez que venía a Caracas, tenía un poquito de temor y angustia. Imagino que mucha gente se moría por estudiar medicina. A mí me salió como una opción. Había puesto derecho y comunicación social y me tocó medicina. Decidí asumir ese camino (hasta cuarto año).

Yo tuve la suerte de encontrarme con Eva Esté, quien coordinaba los comités de luchas populares en Sebucán, cerquita de la casa de Luis Herrera Campíns. Era un monasterio de los franciscanos que lo convirtieron en escuela de medicina. Allí había leyendas, por supuesto. Yo llegué a oír lo que pasaba, cómo tronaba el piano en el anfiteatro, de pronto, como el monje loco, y no había órgano en ninguna parte. Los vigilantes ni siquiera se quedaban dentro de la escuela, sino en la parte externa, porque adentro se oían voces. Doy fe de cómo tronaba ese órgano a golpe de 6 pm. Tronaba horroroso, pero buscaba por todos lados y no era nada.

Se me complicó la vida en esas circunstancias, pasaron algunas cosas, familiares inclusive, y la cuestión se quedó hasta allí. Fue una decisión personal que no debí asumir (dejar los estudios universitarios), me puse a trabajar. Algún día, si esto pasa, si las escuelas de medicina dejan de estar tomadas por la contrarrevolución, podría regresar. Actualmente es imposible.