Todas las tardes, entre las siete y las ocho de la noche y desde hace seis años, una muchacha llega a su departamento en el Village de Nueva. Desde el último edificio de una casa de departamentos del siglo XIX, en la Diez entre la Sexta y la Quinta –justo en la vereda de enfrente de la casa donde viviera Mark Twain- se puede asistir perfectamente a esa llegada y a ese final de jornada. Desde allí es tan propicio el ángulo de mira que podría llegar a suponerse que una y otra ventana, la del mirador y la de la muchacha, han sido encuadradas exactamente una frente a la otra ex profeso. La exhibición sucede tanto en invierno, en primavera como en otoño; nunca es la misma a pesar de que no cambien los elementos con que se constituye. El marco que rodea la ventana varía: a veces el espectador mira desde una ventana cubierta de glicinas florecidas y la muchacha es observada con una marialuisa de rosetas blancas; otras, solamente unas ramas retorcidas y unas agujas de hielo enmarcan la luminosa limpidez del vidrio de una y otra ventana.
Para verla es mejor estar desde las siete; si el observador se retrasa y se instala después que ella ha llegado, se pierde el sobresalto de su aparición en el vano de la puerta de su cuarto. Para mirarla con comodidad hay que apagar las luces un rato antes, situarse en el centro del espacio de observación, en este caso la sala de un departamento del siglo XIX. La penumbra es la única condición para mirar, pero debe saberse que esa penumbra no debe ser interrumpida y que sólo se está en libertad de encender la luz y de reiniciar la vida ordinaria cuando ella se haya entregado al sueño.
Mirar a la muchacha es, pues, una decisión que hay que tomar por anticipado, aplicándose a ella como a un trabajo. Si una tarde, por ejemplo, el observador decide ocupar el tiempo de la observación en cualquier otra cosa, sólo tendría que correr los visillos, encender normalmente la luz y, mediante un esfuerzo de concentración, prescindir de la escena que tiene lugar calle de por medio.
Ella llega, se quita el sombrero, los guantes, los zapatos; se saca el suéter, la blusa. Sentada al borde de la cama, con el torso desnudo y con la falda puesta, trata de desprenderse infructuosamente el portaligas; finalmente decide quitarse la falda y, con la pericia de quien está acostumbrada a ese tipo de prenda, suelta las medias del portaligas y se las saca como si se quitara un velo. Nunca lleva calzones. Deja todo en desorden, prende un cigarro, sale de la habitación. Como de costumbre, no se instala definitivamente en el cuarto, sino que entra y sale cumpliendo diversos objetivos, como buscarse un vaso de algún alcohol, ir y venir en dos o tres momentos para verificar si la tina ya se llenó (estos trajines sólo pueden adivinarse, el ruido de la salida del agua no se puede oír, tampoco el tintinear del hielo contra las paredes del vaso, ni la música que escucha, que sólo puede suponerse por el ritmo con que ella acompaña sus caderas y sus hombros o por el compás que le marca la oscilación de sus pechos).
Durante el tiempo que dura el baño, su desaparición de la escena crea una atmósfera de entreacto, de suspensión de la acción que obliga a detenerse en los objetos y a reconocerlos: lámpara sobre una mesa de luz, cama pegada al muro blanco, cojines, una cómoda sobre la que ella suele depositar sus guantes, su sombrero o su bolsa al llegar de afuera. Salvo la ropa en la cama, no hay en ese cuarto nada previsto para cubrirse, ni del frío, ni de las brisas o las corrientes de aire, ni de las miradas; el cuadrado del vidrio de la ventana, con sus bordes nítidamente azules, es abierto o cerrado por razones de temperatura ambiente, pero nunca para protegerse de la luz del sol, ni de la noche, ni de ninguna otra circunstancia; incluso, muy pocas veces es abierto para ser aireado y no parece que la muchacha haya pensado nunca en ocupar su cabeza, su cuerpo o su recámara en tareas de índole doméstica.
Cuando regresa del baño ella viene ya desnuda y sólo con una toalla enrollada a su cabeza. En varios años ese cuerpo limpio que se muestra al mismo tiempo con desparpajo e inocencia no ha tenido muchas variaciones, y si alguna puede advertírsele en su belleza siempre en aumento, como si tuviera dotado de una misteriosa capacidad de ser cada vez más plano, tanto por la armonía de sus contornos como por la seguridad de sus movimientos.
La mata de pelo de su pubis se extiende casi hasta la mitad del vientre y pareciera ser rojiza, espesa, y llamar a la acaricia. Ella se dedica a pasear sus dedos entre los bucles de su pubis, desafiando el sentido de su crecimiento, corrigiendo un remolino irredento o estirando en todo su largo los mechones, como quien juega con una cabellera.
La cama es el sitio de su cuerpo; podrá girar cien veces en redondo por el cuarto, mirarse en un espejo (ha de haberlo, en la pared junto a su ventana, la que no se ve, pues ella toma actitudes que se corresponden con su imagen repetida en alguna parte y crea figuras con sus brazos y piernas que solamente tienen sentido si se reflejan en algo) en ese tránsito preparatorio, pero terminará por tenderse en la cama. Sus desplazamientos –generosos para el espectador- parecen ser una suerte de evaluación: de la situación de la soledad, del llamado que va a abrir ese espacio íntimo hacia el exterior, del interludio que va a prolongarse unas horas hasta que el sueño venga, del estado de ensoñación que va a envolver los últimos momentos del encuentro consigo misma, del instrumental imaginario que podrá, esta vez –y siempre hay un “esta vez’’ entendido como estrategia de vida- prodigarle la máxima emoción.
En el departamento del último piso de enfrente el observador no ha tomado ninguna medida especial correlativa a la aparición de la muchacha desnuda que se despoja del último elemento que la ataba a la civilización, el circunstancial turbante de toalla, que ahora deja en descubierto sus cabellos mojados y rojizos, en libertad, pegados a la frente, enrulándose apenas sobre las orejas y el cuello. El está detenido en este tiempo y en ese espacio a voluntad, come de ese pan no sólo porque es su alimento cotidiano, sino porque ese acto simple de ver a alguien que se deja mirar ha terminado por convertir en una especie de operación que por sus extracciones y sus adicciones podría ser infinita, aunque su marco de contención se reduzca al cuadrado de una habitación con una ventana a la calle Diez.
En los primeros años se resistía la contemplación diaria. Esa reiteración del acto a una hora precisa condicionaba toda su jornada. Sólo esperaba llegar a su casa, instalarse y mirar. Convencido de que la imagen de la muchacha le había producido un daño irreparable, se obligaba a no verla creándose obligaciones justo a la hora en que la muchacha llegaba o, peor aún, reprimía su mirada sujetándola a un suplicio que podía ser, según la magnitud del deseo de ver que de él se apoderara, la lectura metódica de un libro, de ese tipo de lecturas que reclama tomar notas o hacer fichas, lecturas cárcel para dominar la vocación de ver a través de la ventana hacia otra ventana.
No es que se hubiera entregado, de una vez y para siempre, a la ceremonia y al sortilegio de las tardes, y de una manera sumisa. Después del período de las prohibiciones, había terminado por darse cuenta de que ellas mismas eran una fuente de inspiración: si una tarde se había forzado por eludir la contemplación, la sola idea de que al día siguiente esa omisión iba a ser reparada, tenía en él un efecto de acumulación, como si la espera del otro día lo cargara aún más ganas de ver, como si la agudeza de su mirada, su capacidad de observar, su estado de atención y la vibración de sus sentidos llegaran, luego de la privación de la víspera, a su punto más alto.
Sobre la pura sábana ella se extiende con las piernas separadas, enseñando su sexo. La luz no es demasiado fuerte, pero permite ver con nitidez. Su cabeza está más abajo que el sexo, como si algún cojín hubiera levantado sus nalgas hasta el ángulo exacto de mira del observador. El sexo en el centro de la escena, así expuesto, entre dos columnas, como un hogar encendido por la horda o como un nido de pájaros. O como una zarza de fuego, o como un sagrario, lo obliga casi a cerrar los ojos, enceguecido por una llamarada que momentáneamente se hubiera abstraído de la carne del cuerpo, de la muchacha y hasta de la condición femenina. Sus ojos exactamente a la altura del sexo abierto y dispuesto tardan en reacomodarse a la realidad. El deja aparecer, subrepticiamente, por su bragueta abierta, la cabeza de su pene. Palpa su estado de erección y verifica que tiene esa flexibilidad y textura óptimas, a mitad del crecimiento, a media expresión, estado indefinido, como la delicada sensación que comienza a invadirle.
La sala está cada vez más a oscuras a medida que avanza la tarde y se acerca la noche. A la penumbra de su cuarto se corresponde la luminosidad del cuarto de enfrente. Ella levanta sus piernas, las cruza, las descruza. De pronto, él advierte que ha echado mano al teléfono y que, muy lejos de la conmoción que su sexo está produciendo en el centro de la escena, sobre la cama y entre las piernas, se reacomoda un cojín, coloca otro más en su nuca, dejando aparecer, también entre las piernas, su cabeza y su par de pezones de sus pechos. Ella habla por teléfono. Simplemente. Se ríe, con la mano derecha sostiene el tubo y, con la otra, empieza a tocarse las piernas, el vientre; gira hacia la derecha, gira hacia la izquierda; su sexo se pierde entre las piernas, pero aparece en cambio la comba del culo. Sus manos han sido siempre sobadoras, pero no en vano, sino con una clara noción de lo que quieren obtener. Puede parecer una caricia distraída la que ahora imprime su dedo en la profunda hendidura de sus nalgas, puede pensarse que ese tamborileo es sólo una forma de rascarse, pero no, aun cuando ella siga hablando por teléfono, esos movimientos de manos no son gratuitos y, cada uno, le provoca un breve, intenso éxtasis. Cuando la exaltación es demasiado fuerte, tapa la bocina, seguramente para que no se oiga su respiración, cada vez más agitada.
El sabe que esa llamada tampoco está separada de la escena. La voz, es de suponer, le está diciendo propósitos que se convienen perfectamente con la situación de la desnudez y de la soledad que muestra sus diferentes cantos y dispone sus figuras sobre una cama, entre las siete y las ocho, en la calle Diez. La llamada se ha producido regularmente en todos estos años, desde que él observa y goza. Cuando falló, ella pareció desesperarse, pero no hizo nada para subsanar la falta. Ella no llamó y, para paliar la frustración, su acto fue más solipsista que nunca y la devoción por sí misma llegó a un paroxismo tal que a él terminó por serle insoportable, como si su puesto de mira y su acción de mirar hubieran estallado, sobrepasados por los acontecimientos.
Ella deja el teléfono. Se trata de pausas, de la necesidad perentoria que la atraviesa de usar sus dos manos. Abre nuevamente las piernas, recupera el auricular, dice algo, sonríe, ríe a carcajadas, y se coloca la bocina en el sexo, casi se podría pensar que se la introduce en la vagina, pero no, no es eso, es tal vez solamente la idea de hacer oír a su interlocutor el ruido de sus labios que se cierran y se abren, o para envaginar la voz de quien habla, o para acallarla entre la mata de pelo. Sus cabellos se han secado y son un resplandor en ese cuerpo que rueda en la disipación y que, si pudiera lamerse en su totalidad no estaría ahora lamiendo los bordes del tubo ni chupando pedazos de hielo, ni ensalivándose los dedos para acariciarse el sexo.
El pene ha pasado de la flexibilidad a la turgencia plena. Es como un arma que apunta directamente las bocas de la muchacha. Su poder de fuego está concentrado y pugna por salir pero el ejercicio de su autocontención a que ha sido sometido durante años y cuyo objeto ha sido disciplinar el estallido amoroso sincronizado que, calle de por medio, va a producirse, lo mantiene en su erección, como un animal a punto de dar el salto. Ella parece gritar algo, aullar casi, su cuerpo se conmueve como si hubiese llegado a un sitio del que no pudiera retornar, y luego cae vencido. En ese momento, el pene, al otro lado de la calle, se derrama como una fuente, solo, sin que ninguna mano o estímulo le exija hacerlo: por la pura y estricta fuerza de la contemplación. Serenamente, el observador cierra los ojos y, antes de colgar el tubo del teléfono, oye una respiración armónica, de alguien que acaba de dormirse, luego de apagar la luz.
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