viernes, mayo 07, 2010

El mágico misterio



En 1938 , el mítico actor Orson Welles hizo una adaptación radial del clásico “La guerra de los mundos”, novela de ciencia ficción. La historia, transmitida por la Columbia Broadcasting System (CBS) fue contada durante una hora a través de un noticiero radial que informó de la caída de meteoritos a la Tierra y de naves marcianas que estaban invadiéndonos. En medio de rayos de calor y gases venenosos, y a pesar de que en la introducción del programa se había aclarado que se trataba de
una ficción, bastaron quince minutos para toda Nueva York y toda Nueva Jersey (desde donde supuestamente se realizaban los falsos informes) cundiera el más horroroso de los pánicos y que las calles de llenaran de ciudadanos desesperados corriendo sin saber para dónde, buscando refugiarse del ataque de los extraterrestres.

El episodio obligó a Welles a una
disculpa pública, pero al mismo
tiempo lo encumbró para siempre
en los anales de la historia de la
radio.

En 1998 (para celebrar los 60
años de aquel acontecimiento),
emisoras de Portugal y México
realizaron una versión idéntica a
la Welles y obtuvieron los mismos
resultados.

Si esto pudo ocurrir en
ciudades cosmopolitas, ¿alguien
duda de que podía ocurrir en la
bucólica Valle de La Pascua?
Ocurrió, y le ocurrió Ramoncito
Carpio, quien durante los años de
su irrupción a la adolescencia cargó
con el fantasma de que la radio
del pueblo divulgaría en cualquier
momento un pecaminoso secreto
que cometió repetidamente en sus
andanzas de la pubertad.

Por allá en Loma Alta, por los
lados de Las Campechanas, se
pasó Ramoncito Carpio sus años
del destete, y no teniendo cómo
drenar correctamente su carga
hormonal, junto a sus contemporáneos
pre adolescentes hacían
descarga con María Moñito, una
noble hembra que un campesino
paraba en el patio de su casita rural.

Hasta que el amo de la bestia
se cansó de los abusos y fue a
reclamarle al papá de Ramoncito,
quien llamó a su muchacho a
una reunión entre hombres y lo
reprendió afectuosamente, pero
lo hizo delante de un compadre,
que como buen llanero era bueno
relatando o inventado leyendas.

Apenas Ramón recibió la amonestación
paternal, su padrino lo
consoló diciéndolole que ya estaba
hecho todo un hombrecito y que era natural que empezara a
relacionarse con el sexo opuesto.
Eso sí, le dijo, tenga cuidado, porque
ese pecado ya debe saberlo la
radio, que todo lo sabe y todo lo
dice.

Esta frase fulminante retumbó
por mucho tiempo en la mente de
Ramoncito: la radio todo lo sabe
y todo lo dice. Cuando la emisora
del pueblo comenzaba con sus
emisiones informativas, a Ramoncito
la vida se le hacía trizas,
porque le entraba el pánico de saber
que la próxima noticia daría
cuenta de su pecado.

Cada vez que se veía con su
padrino, el fantasma de Ramoncito
se actualizaba, porque le
decía que no se confiara, que era
cuestión de esperar, porque la radio
todo lo sabía y todo lo decía,
porque (lo peor), la radio nunca
olvida.

Secretamente, sin exteriorizarle
a nadie sus temores, Ramoncito
arrastrada las consecuencias de
su mala pata. A veces, prendía el
radioreproductor y se quedaba escuchando
largas horas la delación
que en cualquier instante habría
de ocurrir inexorablemente. Muchas
veces pensó que hubiera sido
mejor que el secreto se contara de
una vez, para acabar con la agonía.

El desenlace de su misterio se
prolongaba inexplicablemente, lo
que por temporadas atenuaba el
sufrimiento de Ramoncito, pero el
padrino cumplía el papel del animalito
que el oído le actualizaba
una verdad tan indiscutible como
Dios: la radio todo lo sabe y lo
todo lo dice, y nunca olvida. Esta
era la condena de Ramoncito.

Pasaron muchos años y Ramoncito
llegó a la adultez, y entonces
analizó lo que seguramente había
ocurrido: que su pecado había
prescrito (caducado), de modo
que se sintió liberado después de
cumplir tan larga condena. Al escuchar
la radio ya lo hacía aliviado,
y sentía que en la narración de
cada noticia le entraba aire fresco
a los pulmones. Se sentía un hombre
nuevo, un hombre regenerado
de un pasado inconfesable y del
cual la vida lo había absuelto finalmente.

Caminaba con la frente
muy alto, sin que por ello el gusanillo
alojado en una de sus orejas
le dijera de cuando en cuando: la
radio todo lo sabe y todo lo dice,
y nunca olvida.

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