Ayer de nochecita hablaba con un amigo de la infancia que no sé por qué andaba con una citadera de sus años infantiles. Que si representó a Carabobo no sé cuantas veces en el seleccionado de beisbol que iba a los Juegos Nacionales, que si formaba parte del equipo de natación de quinto años... y así, hasta ser hoy en día un frustrado Grande Liga que no soportó el escrutamiento de un gringo que lo evaluó en una granja que los Marineros tienen por Güigüe.
Permanecí callado durante todo el acto de evocación. Luego de la despedida, hice retrospección y quise averiguar la razón de fondo que me mantuvo silente. No encontraba una razón verdadera al hecho de que no pudiera yo esbozar a flor de piel hazañas deportivas de mi juventud inicial.
Pero esta mañana tropecé con un razonamiento que me parece explica de modo genuino mi desinterés. Ocurre que al esforzar la memoria, mi recuerdo recurrente no es una imagen. Es un sonido, un coro. De mis años primarios en la escuela, lo que más sacude mi mente es un cántico deleznable: ¡Eso no importa, eso se repara, sigamos adelante que no ha pasado nada!
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