jueves, febrero 05, 2009

Los estadounidenses son muy raros*

Lo único que he llegado a saber a ciencia cierta sobre los norteamericanos es
que son raros, muy raros. Estados Unidos es un país diverso y enorme, un
continente en sí mismo, un mundo encerrado en su colosalismo. Ni los cinco
meses que he vivido últimamente allí ni la docena de viajes que antes realicé
por esas tierras proporcionan el conocimiento suficiente como para desentrañar
el tuétano del monstruo. Sólo hay una certidumbre, una evidencia: su rareza.

Nuestra potencia es una potencia de alienígenas. Resulta particularmente
inquietante porque en apariencia son como nosotros. O sería mejor decir que
nosotros somos como ellos. Vestimos los consabidos e idénticos pantalones
vaqueros, compramos las mismas marcas de electrodomésticos, tarareamos sus
canciones de moda y bebemos Coca-Cola como ellos. Pekín, los aborígenes de
Papúa, son, sin duda, distintos a nosotros, eso es obvio, eso está asumido y
aceptado. Pero los norteamericanos... Nos creemos que son como nosotros y
que conocemos su cultura de memoria. Craso error. Yo diría que la misma
sociedad inglesa se asemeja más a la española que a la que han organizado, en
un tiempo récord de la historia, sus hijos de ultramar. Desde allí me he dado
cuenta de que Europa existe: Norteamérica es la diferencia, es otra cosa.

Vivo en Wellesley, un pueblecito a treinta kilómetros de Boston. Un
suburbio riquísimo de una de las zonas más ricas del país más rico del mundo.
El resultado de la suma de todos estos superlativos es exquisito: es un lujo
sólido y antiguo. Estados Unidos nació aquí, en New England, y aquí se asienta
una especie de aristocracia, familias que pueden remontarse en su apellido por
dos siglos. Cuando llego, a mediados de enero, descubro con deleite que estoy
instalada en un paisaje de mi infancia: es el paisaje de las tarjetas de Navidad.
Bellísimas casas de madera del siglo XIX, con porches y columnas; jardines
nevados, abetos escarchados, coronas de muérdagos en las ventanas y, en los
aleros, un festón de carámbanos que parecen de azúcar. Cuando les explico a
los norteamericanos que nuestras felicitaciones, antaño llamadas christmas para
más inri, reproducen paisajes nevados, aunque en España apenas nieve, y casas
de balaustradas y maderas, aunque sea un estilo arquitectónico allí inexistente,
y coronas de muérdago, aunque este adorno jamás ha formado parte de
nuestras tradiciones navideñas, los pobres se quedan admirados. La verdad es
que si me detengo a pensarlo yo también me admiro.

Poco a poco voy constatando lo mucho que yo sé sobre los
norteamericanos y lo poquísimo que ellos saben sobre mí, como ente español y
forastero. No es sólo el hecho de que esté más o menos informada de su
geografía, su historia política, su presente. Es, sobre todo, que me sé las
canciones de Glenn Miller, por ejemplo; que conozco su pasado folclórico; que
soy capaza de citar más tribus de indios norteamericanos que ellos mismos;
que soy yo quien, a veces, dice el título de esa película estadounidense de los
años cincuenta que los demás asistentes a la reunión, todos del país, no
consiguen recordar. En suma, me sé todos sus símbolos, sus mitos y sus ritos.

¡Por Dios, si hasta soy capaz de tararear el himno del Séptimo de Caballería! Y
ellos, en cambio, nada. Es el vacío, la ausencia total de conocimientos exteriores.
No es que yo pretenda que se sepan el himno de la Legión española, pongo por
caso. Sé bien que ellos son la primera potencia del mundo y nosotros nada, una
birrita. Pero es que saben tan poco que es pasmante:
- Soy española.
- ¡Ah!, ¿,mexicana?
- No, española.
- ¿De Puerto Rico?
- No, española, de Madrid, de España, de Europa.
- ¡Ah, española de España!, ¡ah... qué interesante!

Y no vuelven a decir palabra, se ve que su interés es muy discreto. O quizá
es que no estén muy seguros de por dónde cae la cosa. De España les suena
vagamente que hay corridas de toros, claro está. También les suena Franco.
Algunos se desalentaron muchísimo cuando les informé de que Franco se había
muerto hacía diez años: es natural, perdían así, de un solo golpe, la mitad de
sus conocimientos sobre España.

Ya sé, ya sé que todo esto forma parte de la caricatura más vulgar, del
tópico tradicional sobre Estados Unidos. Naturalmente, no todos son así, pero
lo estremecedor es que muchos responden al esquema. Una estudiante
hispanista de la Universidad de Wellesley, una alumna brillantísima llamada
Nancy Schena, realizó una encuesta entre colegiales de primera y segunda
enseñanza, de diez a dieciocho años. El objetivo de su estudio era investigar los
conocimientos de los jóvenes sobre Latinoamérica, y el resultado fue lo que se
dice espeluznante. Los encuestados, incluyendo a los de mayor edad, apenas sí
eran capaces de nombrar algún país de Sudamérica. Algunos citaron Vietnam o
Camboya como naciones centroamericanas. En fin, un verdadero disparate. El
mundo exterior no existe. No existe en los periódicos, en las televisiones, en la
memoria, en los ensueños de la gente. Estados Unidos es un todo que se devora
a sí mismo. El resto son tinieblas.

Amabilísimos, son amabilísimos, de eso no hay duda. Nada más llegar
me invitan para diversas comidas y cenas. Todo a milenios vista. Es bien sabido
que en Estados Unidos las citas de placer se conciertan con un mes de
anterioridad, semana más o menos. Las citas de negocios creo que son mucho
más rápidas. En cualquier caso, tan demorada vida social te obliga a apuntar en
algún lado los compromisos amistosos, porque de otro modo es imposible
acordarse. Me asombro de lo complicado de este ritual de encuentros y lo
comento.

- Cómo, ¿quieres decir que en España la gente no usa agendas para
apuntar las citas con sus amigos? –me contesta una estadounidense, en el colmo
de la perplejidad y el pasmo.

Aquí la gente decente tiene un juego de agendas. La profesional y la
social son obligadas. Tal parecería que su vida de placer se rige por las mismas
reglas y obsesiones que la vida laboral. Como si la vida social fuera también
trabajo, un trabajo que hay que desempeñar para no salirse de la norma. Lo
normal aquí es tener un empleo, adquirir una casa en propiedad, poseer uno o
dos coches, uno o dos hijos, uno o dos cónyuges (alguno de ellos con categoría
de ex), trabajar desaforadamente y salir de cuando en cuando a cenar con
amigos, porque de otro modo sería raro. Y en esa rara sociedad norteamericana
se raro debe de ser asunto incomodísimo. Entonces vas a la comida o la cena, y
te preparan manjares suculentos, y te miman, y te tratan a cuerpo de reina, y
hablas del tiempo. Porque lo correcto es permanecer dos horas en la casa ajena,
justamente dos horas, ni más ni menos. Y, claro, no se va a sacar un tema
interesante, un tema que pueda enzarzarse en un debate y que prolongue la
estancia, ¡qué grosero!

Aunque tampoco es muy probable que haya un debate, y menos un
enzarzarse en cosa alguna. Se diría que los norteamericanos no discuten. La
verdad es que de primeras esta falta de empecimiento es todo un gozo. Atrás
quedan las pasiones sulfúricas, los berridos, la intransigencia y el mentarse a la
madre de los países latinos. Pero después una empieza a asfixiarse entre tanto
Versalles, tanto minué verbal, tanto dar vueltas incesantes sin llegar al núcleo
de las cosas, sin encontrar un centro entre la nada. Tengo la impresión de que
los norteamericanos no te llevan nunca la contraria. Si dices algo con lo que no
están de acuerdo, es muy probable que cierren el asunto con un cortés “¡qué
interesante!” y un pequeño silencio embarazoso.

Llevando la generalización, que siempre es engañosa, hasta su extremo,
diría que son gente que evita dar cualquier tipo de opinión, mostrar
públicamente sus ideas. El idioma inglés posee, como el nuestro, toda una
familia de palabras para adjetivar a aquellos que se exceden en rigidez de
ideas: intransigentes, dogmáticos, totalitarios, esquemáticos... Pero hay una
expresión más, una palabra/insulto que nosotros no tenemos: opinionated, que
se podría traducir por opinionado, es decir, con opiniones. Es un término menos
descalificador que intransigente, por ejemplo, pero es claramente negativo, y se
aplica a aquellos que parecen tener ideas hechas sobre las cosas: por lo visto,
construir un universo propio de opiniones no es correcto. O al menos no es
correcto el expresarlo. Quizá crean que es posible pasar por la vida en un estado
de levitación mental, sin definirse, olvidando que el mundo te define aunque no
quieras. O quizá sea todo un resultado natural de su pasado. A fin de cuentas,
los norteamericanos han improvisado un país sobre la marcha. De un conjunto
heterogéneo de italianos, irlandeses, rusos, chinos, africanos, judíos, indios,
polacos, ingleses y otros etcéteras, cada grupo con su cultura y sus creencias,
han tenido que construir una homogeneidad, una convivencia.

Quizá ese callar las opiniones, ese crear un magma común y amorfo
fuera una táctica necesaria para admitirse mutuamente y no matarse. Hace sólo
150 años, la mitad de Estados Unidos era todavía una tierra sin ley, un Oeste
salvaje y fronterizo. En tan asombroso y breve lapso de tiempo se han
convertido en la primera potencia del mundo occidental. Si el éxito se mide sólo
en una escala de poder, el triunfo norteamericano es colosal. Lo que pasa es que
yo creo que hay otras medidas y que a veces los costes son sangrientos.
Ceno en casa de JF, una abogada estadounidense de unos treinta y cinco
años. La cita fue hecha hace más de un mes, como es habitual.

Desgraciadamente, en el transcurso de estas semanas JF se ha separado de su
marido, con quien llevaba viviendo muchos años. Pero como ella se ha quedado
con la casa, la cita se mantiene.

El ambiente es, por supuesto, muy agradable: los norteamericanos son
unos anfitriones detallistas. JF ha preparado todo meticulosamente, los
aperitivos en una repisa baja, el hielo, las bebidas. Somos ocho y, cuando
pasamos a la mesa, los ánimos están lo suficientemente caldeados con la lumbre
del frío Chablis californiano. JF nos obsequia con una suculenta cena chica. Para
que esté en su punto, ha de ir a la cocina, sirviendo y bebiendo, guisando y
bebiendo, retirando platos y bebiendo, sombra silenciosa y eficaz, cada vez más
sonriente y amarilla. Los demás comemos y bebemos como energúmenos: la
reunión es todo un éxito.

- ¿No quieres que te ayude? –le pregunto a JF, hipócritamente y sin gana
alguna, sólo porque siempre me ha producido una desazón culpable el ver a
una mujer sirviendo calladamente el placer de los otros.

- ¡Oh!, no, no; estoy encantada, encantada –responde ella, la sonrisa como
una llaga entre sus labios y un tono algo verdoso en el semblante.

A los postres, JF desaparece discretamente. Tardamos un tiempo en
darnos cuenta de su ausencia. Al cabo nos enteramos de que está encerrada en
un retrete de su bonita casa, vomitando. Consternación general.
- Es que ha bebido mucho sin comer nada –dice uno.

- Es por su marido, es que acaba de separarse del marido –explica la
invitada de más confianza en la familia, la enterada.

- ¡Ah, ah...!
Huimos de la casa sin esperar a despedirnos. Huimos como ladrones, de
puntillas.

Un corto viaje de turismo por Arizona. Atravesamos la reserva navajo,
que es enorme. En el camino paramos en un trading post, un puesto comercial
muy antiguo. Fue establecido hace ciento cincuenta años, cuando estas tierras
eran el legendario Oeste, y desde entonces ha estado abierto
ininterrumpidamente. Es una amplia cabaña de troncos, con mostradores de
madera. A un lado hay una especie de almacén de pioneros, en donde venden
telas, herramientas o sartenes. Al otro, una pequeña tienda de comestibles en
donde adquirimos algo de fiambre y unos refrescos. Más tarde, ya en el coche,
vamos comentando las peculiaridades de la cultura navajo.

- ¿Os habéis dado cuenta de que en el trading post no te servías tú mismo,
sino que había una dependienta a quien tenías que pedir las cosas? –dice,
admiradísimo, uno de mis compañeros de viaje, un norteamericano de
treinta y cuatro años, encantador y culto.

Yo he entendido las palabras, pero creo haberme confundido en el sentido.
He debido de hacer una mala traducción, no he comprendido.
- ¿Cómo dices? –le pregunto.

- Sí, que si habéis notado qué cosa tan curiosa, que en el trading post no
hay autoservicio, sino que hay un mostrador y tienes que pedirle a la
dependienta lo que quieres –repite él, maravillado ante prueba tan palpable de
la diferencia cultural de los navajos, de la pervivencia de sus costumbres
exóticas, de sus ritos ancestrales.

Y yo tengo que explicarle que así son la mayoría de las tiendas en
España. Que los supermercados son, para nosotros, un invento relativamente
nuevo y extranjero. “¡Ah, qué interesante”!, dice él, tímido y confuso, “aquí es
muy distinto, yo creo que es la primera vez en mi vida que he entrado en una
tienda de comestibles que no fuera autoservicio...”. Y me mira con respetuoso
pasmo, como quien contempla a Toro Sentado con su penacho de plumas
bailando la danza de la lluvia. Y yo le miro y no le reconozco, tan parecido a mí
en lo exterior y sin embargo tan lejano. Nunca he tenido una percepción más
clara y más aguda de que los norteamericanos son marcianos.

Uno de los tópicos más extendidos sobre Estados Unidos es el que se
refiere a su competitividad salvaje e implacable. Y, sí, tal parecería que los
indicios confirman el estereotipo. Me cuentan que en el primer curso del MIT
(Instituto Tecnológico de Massachussets) no se dan notas, sino sólo aprobados o
suspensos, para evitar que los estudiantes se suiciden. El MIT es una
universidad muy grande e influyente, porque enseña a las futuras generaciones
los secretos del todopoderoso chip. Es el triunfo de la especialización, tendencia
imperante en Estados Unidos: los mejores estudiantes del MIT pueden
conquistar un Premio Nóbel de electrónica, pero quizá sean rotundamente
analfabetos en todo aquello que se salga del limitado campo que dominan. Es
ahí, en el terreno de la sacralizada técnica, donde se da la competencia más
feroz. En la sociedad estadounidense el currículo lo es todo. Es fundamental la
categoría de la universidad a la que has asistido, y a la que accedes por la doble
criba de tus notas y de tu poder adquisitivo. Es básico obtener unas
calificaciones magníficas, por eso la batalla se plantea en lo más alto, allí es el
crujir de dientes y el suplicio. Entre un notable y un sobresaliente hay un
abismo de derrota en el que caben holgadamente los suicidas. Por eso el MIT no
reparte notas entre los tiernos combatientes del primer curso, para que no
caigan como chinches. No importa, sin embargo, distribuir suspensos: al raro
ejemplar que se atreve a suspender no deben de presuponerle ni la mínima
dignidad necesaria para paliar su fracaso con una dosis de barbitúricos o un
buen tiro.

Doy clases en el Departamento de Español de la Universidad de
Wellesley. Es una universidad pequeña, de elite, una universidad muy
hermosa. No es sólo su inmenso y bellísimo campus, ni su riqueza, ni sus
bibliotecas fabulosas. Es, sobre todo, su doble condición de universidad de
mujeres, cosa que le confiere un discreto pero definido espíritu crítico feminista,
y de universidad que imparte sólo Humanidades, lo que hace que impere un
ambiente más abierto, una curiosidad intelectual más amplia, la vieja aspiración
a conocer la realidad en su conjunto y no ese frenesí por la especialización
parcial y utilitaria de la universidad tecnificada. Pues bien, incluso en
Wellesley, que es un mundo académico que a mí me parece más sensato, existe
esa guerra abierta por las notas. Un caso real como botón de muestra: una
brillante alumna se entera de que en una asignatura va a sacar sólo una A- y no
una A (el equivalente a sobresaliente y matrícula de honor, respectivamente), y
entonces, presa del desaliento más profundo, decide no presentarse a ninguna
de las demás asignaturas y perder el curso entero antes de pasar por tal
suplicio.

De todos es sabido que en Estados Unidos hay dos preguntas obligadas
cuando eres presentado a alguien. La primera consiste en indagar a qué te
dedicas, en qué trabajas. La segunda, si es un nivel profesional, en enterarse en
qué universidad has estudiado. A mí, naturalmente, nadie me pregunta esto
último, porque el ranking de las universidades españolas les es desconocido y
les trae al pairo. En cambio hay un sorprendente número de personas que
ocupan ese segundo peldaño conversacional con una cuestión para mí insólita:
- ¿Y no echas de menos tu coche?

Eso es lo que me dicen, tal como suena. No preguntan si echo de menos mi
país, o mis amigos, o mi familia, o mi lengua. Tampoco preguntan si poseo
coche en España: dan por asumido que lo tengo. La primera vez no supe qué
contestar: en mi desconcierto, atribuí la cuestión a un interlocutor excéntrico.
Pero cuando el hecho se repitió unas cuantas veces empecé a pensar que quizá
el coche sea para ellos la medida de su cotidianeidad o de la ausencia de ella.
Desde luego aquí el automóvil es mucho más necesario que en España. El
pequeño pueblo de Wellesley, en el que vivo, carece de servicios de transporte
públicos. No hay otro modo de moverse que en vehículo propio. Sí,
aparentemente no necesitan autobuses, porque todo el mundo tiene coche. Pero
además es una espléndida manera de aislar la zona, de impedir visitas
indeseables. Wellesley es un pueblo exquisito, un suntuoso suburbio de Boston.
El municipio ha votado la ley seca: no hay ni un bar en su perímetro y no se
puede adquirir alcohol en los comercios. Tampoco hay McDonald’s, por
ejemplo, ni anuncios callejeros, ni neones molestos: sólo hermosas casas
centenarias y lujosas tiendas de rótulos grabados en madera. Oh, sí, Wellesley
es un aristocrático, puritano y bello pueblecito, lejos de todo tipo de
contaminación, un gueto de la dicha, a una razonable distancia en coche propio
de la invasión del populacho. En las calles de Wellesley apenas si ves negros.
Sólo, de cuando en cuando, las alumnas de color de la universidad, que no son
muchas. Así son los ricos suburbios bostoniano.


Rosa Montero
*Estampas bostonianas y otros viajes

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