Seguramente que Fernandito Villalona forma parte del acervo personal de cada uno de ustedes. Al menos mi memoria colapsa de recuerdos con las canciones de este caballero, una potente leyenda musical que iluminó los desconcertados años de la Generación 90, de la que posiblemente yo formé parte pero echadito hacia la esquina, más bien en contra de mi voluntad (un perfecto renegado).
Para las perspectivas pueblerinas, Villalona venía a ser algo así como la lejana luz de un barco que se acerca parsimoniosamente y que se detecta en la noche desde el muelle de una pequeña comunidad perdida en los confines de un país abatido, es decir, una novedad rara pero anhelada, un tema bien sabroso de conversación desprendido de lo incierto, un orgullo injustificado, el titular de primera a falta de mejores acontecimientos. Porque Fernandito ni siquiera era que hacía poesía, sino filosofía, sobre todo para quienes teníamos la angustiante afición de problematizar las cosas más sencillas de la vida, como ir a bailar –o a hacer las veces- a la discoteca Los Gallegos de Valle de La Pascua, de donde Ramón Blanco y este servidor se largaban ofendidos a plena madrugada porque el disc jockey incurría en la sensatez de hacer rodar el acetato que contenía el tema “Amaneciendo”, lo que quiere decir que nos proclamábamos propietarios municipales de Fernandito Villalona. Era una manera de drenar la irreverencia con la que empezábamos a curtirnos, claro, pero eso lo sé ahora.
Nosotros entendíamos que se escuchara a Wilfredo Vargas, porque era cosa del vulgo –cuán equivocados por tantos años, Dios mío, cómo no entender entonces que El jardinero iba a ser un mito milenario-, pero Villalona estaba en un templo, era nuestra religión y como tal le teníamos su altar con sus velones encendidos. Era algo que irremediablemente habría de quedarse para siempre en nuestras vidas.
Cuántas tertulias madrugadoras, cuántas clases echadas por la borda, cuántas incendiarias discusiones con Henry Arteaga –un vallemetío que recaló desde Barquisimeto con los primeros long play de Villalona-, cuántas novias inasibles, cuántos besos perdidos por no saber decir te necesito, cuánta tristeza añejada, cuánta vida estropeada, cuánto talento sin florecer, cuánta pobreza sonrojada, cuántos aguaceros de ilusiones, cuántos llantos comprimidos, cuántos odios macerados, cuánto malditismo derramado, cuánta voluntad para que tener que entender al mundo por ultraje, cuánta buena voluntad con los iguales, cuánto estímulo por inyección propia y cuánto egoísmo inoculado por la atmósfera.
Todo ese verguero se me ha venido encima recientemente cuando en el bulevar de Sabana Grande he detectado parado tomándose una cerveza al mismísimo Fernandito Villalona.
Instintivamente no hice sino llamar a Ramón, quien garantizado de que yo me le acercaría, me imploró que le introdujera una sonda a los latidos de su corazón para extraer elementos con los que en una próxima congregación analizar, en retrospectiva, qué había detrás de los temas “Cama y mesa” y “Seré”.
Hice el recorrido, que tuvo tantos atajos como quepan en seis cervezas, y que oportunamente estaré transmitiendo por este mismo canal en día y hora indescifrables.
Posteadito: ¿Alguien sabe dónde conseguir confiables dólares del mercado intangible? Lamento este feo, pero tengo una urgencia familiar que desde luego no aspiro ni tengo tiempo de resolver vía Cadivi, y nunca como ahora me vendría bien una buena amistad. Senqiuverimucho.