Anoche me quedé encerrado en el ascensor del edificio en el que mal vivo a eso de las dos de la mañana, cuando el diligente conserje lo desconectó dizque en un arranque ahorrativo de energía, declararía después a los señores bomberos, con quienes me dio vergüenza haberlos molestado por semejante nimiedad, al punto de que tratando de reparar el instante les invité tomar un café en la arepera de la esquina, que suele abrir las 24 horas y que acepta cestatickets.
Total que estoy encerrado a esa hora none y uno tarda segundos, minutos en convencerse de que no ocurrirá la llegada providencial de un vecino al que pegarle una advertencia, en convencerse de que no es un corte de luz en la zona sino una falla específica en la guaya del aparato. Uno se pregunta si cuando retorne la energía se activará automáticamente el ascensor. Bueno, cuestión de esperar unos minuticos.
Cuando se consuma el convencimiento de que la noche será eterna y de que nadie hará nada por uno, el espíritu del sobreviviente se hace valientemente presente y se pregunta urgentemente: ¿iré a morir asfixiado? Padre santo, estoy muy joven para morir. Trata de abrir una rendija para asegurarse el oxígeno. Da vueltas en metro y medio cuadrado y evalúa la posibilidad de respetar al destino y echarse a dormir en ese breve espacio, pero no hay manera.
Es entonces cuando se acuerda que existe una milenaria fórmula salvadora en este tipo de indeseables circunstancias. Al pensar en que a lo mejor deba aplicarla en esa oscuridad, le entra un rubor y mira para los lados asegurándose instintivamente que no haya testigos. Lleva la palabra a su boca, la mastica, hace amagos de soltarla y en un primer intento no se siente capaz, un sentimiento de impudicia lo corroe y posterga la solución a la espera de que la luz le ahorre el trago amargo.
Piensa, piensa, piensa... sigue pensando, da vuelticas en redondo y se pregunta si no será claustrofóbico y se acuerda que había llegado al ascensor doblado conteniendo los esfínteres.
Repasa el día, la película de su vida y siente que en diez minutos se le ha ido la existencia. Maldita sea, pasarme esto a mí, que soy noctámbulo pero que hoy estaba arrastrando la cobija.
Hay instantes de la vida en que el hombre debe tomar decisiones realmente trascendentes, así que cerró los ojos para no reconocerse y gritó primero tibiamente y después a todo leco ¡¡¡auxilio!!!, y al hacerlo se sintió blasfemo, se sintió trasladado a otro tiempo y a otra galaxia, se sintió descompuesto, derrotado, falto de imaginación, sintió que gritar auxilio en un ascensor era el último escalón del derrotismo, por tanto de la especia humana. Se sintió conmovido, ajeno a sí mismo. ¿Auxilo? ¿Lo habrá escuchado algún pana? No, Dios mío, no lo permitas. ¿Por qué habrá optado su mente por auxilio y no por “abran esta mierda que tengo sueño”? El paroxismo de todo esto arribaría cuando la autonomía de su callada boca completó el lugar común que antes que eso es más bien la delación de alguien que se quedó en el tiempo o, quizá, de que no pertenece a este tiempo, cosa que ya venía sospechando para su mala pata.
¡¡¡Socorrro!!!, truena en la noche, y se lleva la mano a la boca como pretendiendo recuperar el agua derramada, como si ese desgarrón lexical hubiera sido un parto cesárea. El parto, empero, sería morocho, porque con ambas palabras construirá seguidamente una canción que al entonarla le degolla: ¡auxilio, socorro, auxilio, socorro! Levita de la conmoción. Ha de estar perplejo, pero no se ve nada y es complicado hacer un análisis de su gestual.
Han pasado quince minutos de ese horror y se regocija de la posibilidad de que siendo madrugada nadie lo haya escuchado, porque ya ha tomado las precauciones para que esa humillación no vuelva a desatarse.
Se tranquila porque cualquiera es capaz de sobrevivir dos horas en un lugar garantizado de la delincuencia.
Otro tic maquinal finalmente lo salva. En sus bolsillos lleva, cual demente, dos celulares y se alboroza porque recuerda que existe un asterisco con el que puede llamar a los bomberos, a quienes pregunta interesadamente cuánto tiempo tardarán.
El estropicio en torno al ascensor lo hace sentir grande, liberado, ocurrente y en tanto pillo, mira que jugar esa carta de llamar a los bomberos y librarse de ese atasco. Se ve fácil, pero en situaciones como estas la mente se auto secuestra y no piensa cosas, se abstrae de la realidad, se bloquea y deja de servir para una mierda. En el epílogo, hay refunfuños para el conserje, quien recibe un curso instantáneo de cómo proceder a apagar los ascensores: debes llamarlo y en tu presencia desconectarlo, no al revés, desenchufarlo sin saber en qué piso anda. El buen hombre alega que una madrugada de navidad no circula nadie, y que además esos ascensores tienen un botón rojo para alertar la habitación de consejería.
Moraleja moraleja: Será mejor que te vayas conociendo a ti mismo y a tu hábitat para no sentirse un hombre del oscurantismo.
Hace días que arrastraba la preocupación de conseguir unos minutos para escribir una bagatela como esta y emplearla como excusa para despedirme este año de mis amables y bienaventurados epistolarios, con quienes espero seguir cruzando el angosto puente de 2010. Por ahora me esfumó hasta nuevo aviso, y para que no les ocurra lo que al pobre hombre del ascensor, les estoy avisando antes de apagarme. ¡Salud!
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