Contento y solemne, este fin de semana me dispongo a ser partícipe de un peculiar evento a desarrollarse en un pequeño caserío ubicado entre Valle de La Pascua y El Socorro, en el desvío hacia Espino (una media hora por una carretera infame).
Se trata del Primer Congreso Nacional del Cochino Frito, cuyos baluartes me han solicitado que acuda en calidad de cronista oficial del acontecimiento (que me honra), al que han querido conferirle cierto aire de clandestinidad, por lo que hube de pedirles autorización para divulgar esta reseña. Lo consintieron bajo alegato de que igual se va a pedir santo y seña a quienes se lleguen hasta la finca, acordada también como sede de un próximo Museo de la Grasa.
Mi vinculación con los promotores viene desde hace unos seis años por vía de un amigo que en aquellos años integraba al grupo, pero que después desertó virtud de que una novia lo convenció con ternura de que hiciera la dieta de los puntos. Hoy no se le puede nombrar entre la logia, pues es considerado un renegado.
La anécdota de mi anexión a esta patota dice oficialmente así: yo estaba en casa de este amigo en Maracay, y un fin de semana recibió la intempestiva visita de unos socios. Sin bajarse de la camioneta, lo invitaron a dar una vuelta por la ciudad y como quiera que yo también me dirigiera al carro como si también me hubieran invitado, no tuvieron coraje para decirme que no me montara. Posteriormente supe que mi amigo (también amigo de ellos) los había advertido de un sitio en Maracay donde vendían unos chicharrones celestiales. Ellos simplemente iban a catarlos.
Así que nos montamos y fuimos a parar por una callecita que corre en paralelo a la autopista Maracay-Valencia. Allí efectivamente estaba el caldero hirviendo, lleno de burbujitas. Estos compañeros salivaron y desorbitaron los ojos. Y luego hicieron festín. Después de hincar el diente tantas veces como fue necesario, se dispusieron a hacer unas anotaciones, supongo que científicas. Cumplido el trámite de varias cervezas, se largaron.
Entonces fui enterado por mi pana de que los caballeros visitantes eran amantes de la carne de cochino, que pertenecían a un grupito que cada fin de semana partía a algún rincón de la geografía nacional donde le hubieran recomendado un expendio de chicharrones. Ese fin de semana le correspondió a la taguarita en Maracay. Una locura y como tal incomprensible, ya sé, pero tan legítima como la parranda de esquizofrénicos que en bandada se va a recorrer el país a bordo de una Harley Davidson. Y qué, hay gente que se divierte estando todo el día pegada al Twitter.
Dos o tres años después, me los volví a topar en Caracas, pero esta vez estaban liderados por Gino, juglar de los recovecos venezolanos y que en esta condición cumplía de apologista de la grasa porcina.
Gino, retratista singular del sufrimiento venezolanista mediante versos que se acoplan al arpa y autor de una canción de despacho memorable, se había hecho experto también en tácticas y estrategias que buscaban el objetivo de incorporar al inconsciente colectivo nacional la idea de que la carne de cochino era no solamente más saludable y sabrosa que las demás especies, sino que era absurda la mala fama que tenía sembrada.
Así por ejemplo, Gino se valía de una anécdota estelar para intentar mitigar la resistencia instintiva hacia el cochino: Érase una vez que Gino estaba en El Socorro echado en su hamaca carraspeando su cuatro y recibe una invitación a una parranda en Mérida. Como percibieron alguna renuencia en él, sus invitantes lo tentaron diciéndole que le iban a preparar una chicharronada de película. Y el Gino que acepta, faltaba más. Pero al llegar al pueblo merideño, era mentira, allí no había un cochino a la redonda, vaina que tampoco iba a matar al Gino, pues lo importante eran el canto y el trago. A cambio le sirvieron una trucha que comió sin dilación, como todos los que allí estaban parrandeando. Pero tampoco era que iba a admitir ofensas y ni siquiera mal entendidos, por lo que se vio precisado a una respuesta legendaria (se supone que una lápida con la frase engalanará la entrada al Museo de la Grasa) cuando la señora que preparó la trucha se le acercó para consolarlo sibilinamente por el embuste: “Verdad que estaba sabroso el pescadito, ¿no?”.
Con tono amable pero severo, Gino quiso poner las cosas en su lugar: “Mire, señora, pescao no le gana a cochino ni nadando”. Esta frase cobró leyenda. En fin. Ya les contaré en qué termina el Congreso Fundacional.
Se trata del Primer Congreso Nacional del Cochino Frito, cuyos baluartes me han solicitado que acuda en calidad de cronista oficial del acontecimiento (que me honra), al que han querido conferirle cierto aire de clandestinidad, por lo que hube de pedirles autorización para divulgar esta reseña. Lo consintieron bajo alegato de que igual se va a pedir santo y seña a quienes se lleguen hasta la finca, acordada también como sede de un próximo Museo de la Grasa.
Mi vinculación con los promotores viene desde hace unos seis años por vía de un amigo que en aquellos años integraba al grupo, pero que después desertó virtud de que una novia lo convenció con ternura de que hiciera la dieta de los puntos. Hoy no se le puede nombrar entre la logia, pues es considerado un renegado.
La anécdota de mi anexión a esta patota dice oficialmente así: yo estaba en casa de este amigo en Maracay, y un fin de semana recibió la intempestiva visita de unos socios. Sin bajarse de la camioneta, lo invitaron a dar una vuelta por la ciudad y como quiera que yo también me dirigiera al carro como si también me hubieran invitado, no tuvieron coraje para decirme que no me montara. Posteriormente supe que mi amigo (también amigo de ellos) los había advertido de un sitio en Maracay donde vendían unos chicharrones celestiales. Ellos simplemente iban a catarlos.
Así que nos montamos y fuimos a parar por una callecita que corre en paralelo a la autopista Maracay-Valencia. Allí efectivamente estaba el caldero hirviendo, lleno de burbujitas. Estos compañeros salivaron y desorbitaron los ojos. Y luego hicieron festín. Después de hincar el diente tantas veces como fue necesario, se dispusieron a hacer unas anotaciones, supongo que científicas. Cumplido el trámite de varias cervezas, se largaron.
Entonces fui enterado por mi pana de que los caballeros visitantes eran amantes de la carne de cochino, que pertenecían a un grupito que cada fin de semana partía a algún rincón de la geografía nacional donde le hubieran recomendado un expendio de chicharrones. Ese fin de semana le correspondió a la taguarita en Maracay. Una locura y como tal incomprensible, ya sé, pero tan legítima como la parranda de esquizofrénicos que en bandada se va a recorrer el país a bordo de una Harley Davidson. Y qué, hay gente que se divierte estando todo el día pegada al Twitter.
Dos o tres años después, me los volví a topar en Caracas, pero esta vez estaban liderados por Gino, juglar de los recovecos venezolanos y que en esta condición cumplía de apologista de la grasa porcina.
Gino, retratista singular del sufrimiento venezolanista mediante versos que se acoplan al arpa y autor de una canción de despacho memorable, se había hecho experto también en tácticas y estrategias que buscaban el objetivo de incorporar al inconsciente colectivo nacional la idea de que la carne de cochino era no solamente más saludable y sabrosa que las demás especies, sino que era absurda la mala fama que tenía sembrada.
Así por ejemplo, Gino se valía de una anécdota estelar para intentar mitigar la resistencia instintiva hacia el cochino: Érase una vez que Gino estaba en El Socorro echado en su hamaca carraspeando su cuatro y recibe una invitación a una parranda en Mérida. Como percibieron alguna renuencia en él, sus invitantes lo tentaron diciéndole que le iban a preparar una chicharronada de película. Y el Gino que acepta, faltaba más. Pero al llegar al pueblo merideño, era mentira, allí no había un cochino a la redonda, vaina que tampoco iba a matar al Gino, pues lo importante eran el canto y el trago. A cambio le sirvieron una trucha que comió sin dilación, como todos los que allí estaban parrandeando. Pero tampoco era que iba a admitir ofensas y ni siquiera mal entendidos, por lo que se vio precisado a una respuesta legendaria (se supone que una lápida con la frase engalanará la entrada al Museo de la Grasa) cuando la señora que preparó la trucha se le acercó para consolarlo sibilinamente por el embuste: “Verdad que estaba sabroso el pescadito, ¿no?”.
Con tono amable pero severo, Gino quiso poner las cosas en su lugar: “Mire, señora, pescao no le gana a cochino ni nadando”. Esta frase cobró leyenda. En fin. Ya les contaré en qué termina el Congreso Fundacional.
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