martes, diciembre 27, 2011

7 NOCHES

Tengo el corazón pepa. Me lo dice el electrocardiograma que tengo en el bolsillo de atrás y que he estado enseñándole a panas para sembrarles la cizaña de la envidia y del horror. Sé que el papelito del electrocardiograma genera tensiones inconfesables en los prójimos. Me los imagino yendo guillaos al médico a ponerle pecho al asunto.

La noche  que me hicieron el examen y me entregaron el papelito que mide un metro de ancho por unos cinco centímetros de largo, me acordé de las tantas veces que enigmáticamente dije a las nenas en plan de Juan Tenorio: soy un muchacho de buen corazón, las veces que se ponían intensas con preguntas dramafilosóficas por el estilo de “¿quién eres tú?

Me gusta visitar al CSI Salvador Allende de Chuao a golpe de doce de la noche, cuando todo es quietud y ruido de grillos. Unas punzadas fugaces en el pecho me llevaron esta vez. Tensión alta, me dijo la médica cubana de la consulta. Casi me echo a llorar en su escritorio: ¿Eso qué es, qué significa? ¿Voy a morir, doctora? Dígame la verdad, estoy preparado para todo.

Me dio una pastilla para que la colocara debajo de mi lengua y que me sentara a reposar una hora. Nunca me sentí tan bruto como cuando intenté cumplir sus instrucciones. No me quedé quieto sino que me esmacheté a buscar a la leona y después llevar a sus amigas que estaban en una parranda. Regresé hora y media más tarde cuando ya se había realizado el cambio de guardia.

Esta vez me atendió un médico cubano que me aplicó el tensiómetro y constató que mi pulso ya había cogido mínimo. Volví a nacer. Pero, cosa rara, me entregó una orden para que me hiciera el electrocardiograma. Me lo hago y ¿dónde se le dejo?, pregunté, creyendo que la petición era que fuera a una clínica privada a que me reventaran los nervios y que después le llevara los resultados. Nada de eso, vaya a aquella habitación y ahí se lo hacen. Después me lo trae. Me enfrentaba a lo desconocido. Al porvenir.

En el laboratorio me atendió una señora que entiendo hizo un ligerísimo refunfuño porque ya estaba semi encobijada.

Me pidió despojarme de todo cuanto pudiera ser metal y arrojarme boca arriba sobre una colchoneta, donde ella me desabotonó la camisa. Ha podido ahorrarme esta vergüenza y esta reminiscencia pidiéndome el favor. Menos mal que el pantalón no, porque el frío era hereje.

Me colocó unos dispositivos en los tobillos y las muñecas y quiso llenarme el pecho (en ambas tetillas) de algo que vamos a denominar chupones (tendrán su propio nombre). Como los coños no se adherían, o se adherían y al instante se liberaban, la doña advirtió: tenemos que rasurar. Toda una vida cultivando mis pelos en el pecho para venir a caer vencidos de esta manera.

A hojilla pelá comenzó su deforestación. Duele arrechamente. Con todo, ni así los chupones calzaron bien, porque cuando llevé al médico el metro de ancho donde se observaba el sube y baja de mis latidos, hizo una mueca de desagrado que me inyectó dos segundos de pánico. Alegó que no lograba observar bien los resultados y que por tanto no podía diagnosticarme. Me hizo regresar al laboratorio y con mucha pena dije a la doña: …es que… este… el doctor… que opina que hay que repetirlo porque está un poco ciego.

La enfermera echó la culpa a los pelos y me repitió la operación. Esta vez me dijo que no me levantara y fue ella misma a entregar el papelito. El médico le dijo que estaba bien y entonces me ordenó levantarme. Como si estuviera lleno de culpa, me volvía vestir sin mirarla y me despedí con un saludo que a lo sumo alcanzó a ser gutural.

El doctor empezó a hacer su análisis introspectivo e infartante y al medio minuto ofreció su sentencia: el corazón está perfecto. Sentí el mismo alivio de como si me hubiera retirado un hierro al rojo vivo del hígado. Uff. Estoy vivo, me dije.

Quieto, ahí, desalmado, que el doctor todavía no ha dicho la palabra final. Quizá se trate de una inflación, tómate esto y aquello y ven todas las noches como a esta hora durante siete días para comprobar que la tensión esté al pelo. Dándome el récipe y las medicinas me alargó la mano fraternal.

Fallé algunos días pero no alteraron la dinámica y el resultado definitivo de que tengo un corazón joven, sano y rozagante.

Superado el trance, averigüé en tres pulperías privadas y el fulano electrocardiograma cuesta, en promedio, sus 500 bolos. Sin contar que tienes que hacer una cita y soportar a las recepcionistas caraeculos, que creen que están haciendo un inmenso favor diciéndote cuánto te cuesta la verga esa…

En fin, no quiero ponerme bravo, tengo un corazón de paquete y no soy tan tonto como para llenarlo de cargas estériles. Escasamente antes del cañonazo le voy a hacer un ligero atentado etílico para no perder la costumbre de desearme un buen año, el mismo que anhelo con más creces para lo amigos con quienes este 2011 he vuelto a sostener un compadreo (y comadreo) esencialmente epistolar. ¡Chóquenla ahí!



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