Con felina atención he estado este último mes tanteando las derivaciones del evento que con “intelectuales” realizó el Centro Internacional Miranda. Una primera frustración me ha golpeado: casi todos los allí presentes se replegaron como cucarachas una vez que Chávez los tildó de jueces y de presumidos, si bien planteó la necesidad de la crítica y de la autocrítica, aunque se pronunció por la necesidad de que primero definiéramos qué es un intelectual, sobre todo, qué es un intelectual en revolución.
Me ha decepcionado no ver a ninguno de los allí presente salir a batirse en defensa de lo que se dijo. Porque, finalmente, ¿se va a quedar sin paternidad la teoría del hiperliderazgo de Chávez? Por contrario, muchos han salido corriendo a publicar en Aporrea sus intervenciones para que quede claro que ellos no dijeron semejante vaina, que es una cobardona manera de pedir clemencia por lo inexpresado.
Pero desde luego que allí había intelectuales en el sentido exacto de su significado (los pocos), y otros que simplemente creen serlo e interpretan serlo (los muchos). Otros (los poquísimos) simplemente no saben qué hacían allí y por ahí se les ve acuñar maquinalmente que ese evento fue “histórico”, una jactancia inmamable no tanto por lo falso como por lo presumido, porque toda verga que ha venido pasando en estos diez años en Venezuela es HISTÓRICO. ¿Entonces el pueblo no es intelectual?, preguntó Chávez aquel domingo que los regañó.
En cualquier caso, no es mi abierta intención en este artículo meterme ni pelearle con quienes estuvieron allí y no fueron capaces de confrontar a Chávez (negación de la intelectualidad). No. Quería más bien advertir sobre cierta especie de intelectualidad que en el evento del CIM me parece que tuvo escasísima representación. Hablo de los integrantes de un grupito burocrático que con mucha astucia ha sabido apoderarse de una fama de intelectuales, de pensadores, de esclarecedores del momento. Y en esta condición son invocados para eventos, charlas, clases, cargos, asesorías, comisiones de servicio. Toda una red de refugios para no hacer ni aportar nada pero al mismo tiempo quedar como los salvadores de la patria, al menos del momento, del problema.
Se les identifica con cierta dificultad, pero usted puede reconocerlos porque en toda reunión que busque dilucidar una crisis específica, ellos apelarán a su fenomenal y desternillante repertorio de anécdotas (una mejor que otra), que van dosificando cada vez que en el encuentro hay un punto de inflexión. Así va transcurriendo la reunión, con más carcajadas que soluciones. Si uno de los presentes se salta lo anecdótico e intenta perforar al grano, el anecdótico apelará a una leyenda estelar, con la que perseguirá el doble propósito de la risa y el estremecimiento de la conciencia.
En realidad es una técnica para banalizar la situación pero haciéndola chévere, llevadera, pues las anécdotas casi siempre se refieren a libros y escritores, o a grandes políticos, por lo que los interlocutores van ganándose en la impresión de que forman parte de un colectivo intelectual arrecho, que comparten unos chistes que sólo se conocen en circuitos específicos del pensamiento. Es una trampa sicológica de los anecdóticos para salir indemnes de su propia precariedad.
Al final, los demás quedan con una sensación de devastación mental, estragados, como si hubieran hecho un esfuerzo físico inhumano. Y cuando alguien les pregunta que cómo estuvo la reunión, dirán que estuvo de pinga, pero al rato comprenderán que no hubo discusión y de la devastación pasarán a la pequeña depresión.
En tanto, el anecdótico habrá subido un escalón más hacia su templo en el que todo es quietud y es su sueño: una embajada anónima.
Me ha decepcionado no ver a ninguno de los allí presente salir a batirse en defensa de lo que se dijo. Porque, finalmente, ¿se va a quedar sin paternidad la teoría del hiperliderazgo de Chávez? Por contrario, muchos han salido corriendo a publicar en Aporrea sus intervenciones para que quede claro que ellos no dijeron semejante vaina, que es una cobardona manera de pedir clemencia por lo inexpresado.
Pero desde luego que allí había intelectuales en el sentido exacto de su significado (los pocos), y otros que simplemente creen serlo e interpretan serlo (los muchos). Otros (los poquísimos) simplemente no saben qué hacían allí y por ahí se les ve acuñar maquinalmente que ese evento fue “histórico”, una jactancia inmamable no tanto por lo falso como por lo presumido, porque toda verga que ha venido pasando en estos diez años en Venezuela es HISTÓRICO. ¿Entonces el pueblo no es intelectual?, preguntó Chávez aquel domingo que los regañó.
En cualquier caso, no es mi abierta intención en este artículo meterme ni pelearle con quienes estuvieron allí y no fueron capaces de confrontar a Chávez (negación de la intelectualidad). No. Quería más bien advertir sobre cierta especie de intelectualidad que en el evento del CIM me parece que tuvo escasísima representación. Hablo de los integrantes de un grupito burocrático que con mucha astucia ha sabido apoderarse de una fama de intelectuales, de pensadores, de esclarecedores del momento. Y en esta condición son invocados para eventos, charlas, clases, cargos, asesorías, comisiones de servicio. Toda una red de refugios para no hacer ni aportar nada pero al mismo tiempo quedar como los salvadores de la patria, al menos del momento, del problema.
Se les identifica con cierta dificultad, pero usted puede reconocerlos porque en toda reunión que busque dilucidar una crisis específica, ellos apelarán a su fenomenal y desternillante repertorio de anécdotas (una mejor que otra), que van dosificando cada vez que en el encuentro hay un punto de inflexión. Así va transcurriendo la reunión, con más carcajadas que soluciones. Si uno de los presentes se salta lo anecdótico e intenta perforar al grano, el anecdótico apelará a una leyenda estelar, con la que perseguirá el doble propósito de la risa y el estremecimiento de la conciencia.
En realidad es una técnica para banalizar la situación pero haciéndola chévere, llevadera, pues las anécdotas casi siempre se refieren a libros y escritores, o a grandes políticos, por lo que los interlocutores van ganándose en la impresión de que forman parte de un colectivo intelectual arrecho, que comparten unos chistes que sólo se conocen en circuitos específicos del pensamiento. Es una trampa sicológica de los anecdóticos para salir indemnes de su propia precariedad.
Al final, los demás quedan con una sensación de devastación mental, estragados, como si hubieran hecho un esfuerzo físico inhumano. Y cuando alguien les pregunta que cómo estuvo la reunión, dirán que estuvo de pinga, pero al rato comprenderán que no hubo discusión y de la devastación pasarán a la pequeña depresión.
En tanto, el anecdótico habrá subido un escalón más hacia su templo en el que todo es quietud y es su sueño: una embajada anónima.
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