Tim Robbins, Sean Penn, Kevin Spacey, Plácido Domingo, Andrea Bocelli, Oliver Stone, Naomi Campbell, Benicio del Toro, Danny Glover, Benicio del Toro, Michael Moore, Courney Love...
La sensibilidad de la flor y nata del entretenimiento mundial ha sido tocada por la Revolución Bolivariana. No así puertas adentro, donde un importante número de artistas se deja chantajear por Globovisión e imposta un lloriqueo, a pesar de lo inaudito que resulta ver a un país cultural que tiene que habilitar hasta plazas públicas porque la cantidad de obras supera a la capacidad de espacios.
Siempre que una sociedad entra en recesión, o cuando un país vive sumergido en una crisis, los artistas pasan hambre. En Venezuela todas las semanas hay cuatro y cinco monólogos nuevos y nunca país alguno había financiado la cantidad de películas que se han estrenado en Venezuela en los años recientes.
Pero nuestros artistas ni siquiera son capaces de analizar la relación entre el empuje de sus oficios y el bienestar del país. Creen que el público llena espontáneamente los sillones, sin comprender que es por una dialéctica social. Una nación que va mal en su economía tiene en sus actrices y actores los primeros desempleados, las víctimas protagónicas.
No sólo que están impedidos de comprenderlo, sino que entienden y se ufanan de lo contrario: ellos triunfan y se ganan el realero a pesar de la opresión. Es lo mismo que lo sucede a los humoristas: tienen diez años abarrotados de ganancias pero sin que les tiemble un músculo de la cara aseguran que se desempeñan en medio de una dictadura. Son los peores vaticinadores del fin de la libertad de expresión y encarnan, al mismo tiempo, la negación de ese anuncio.
Pero si alguien se asume chavista, enseguida le cae encima una aplanadora que no es otra cosa que una brutal censura. A esta locura del show business también sobrevive la Revolución Bolivariana.
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